El clan

En 1928 se concedieron los primeros Oscar en una ceremonia casi familiar, en la que el par de centenares de miem bros de la recién creada Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas se reunieron, presididos por Douglas Fairbanks, en un salón de convenciones del hotel Hollywood Roosevelt y dieron a conocer los resultados de sus preferencias. A la mañana siguiente, unas notas de urgencia en la prensa local acabaron con los ecos de aquella ceremonia casi íntima.La pasada madrugada, 61 años después de aquel pequeño guateque fundacional casi familiar, han sido alrededor de 1.000 millones los que,...

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En 1928 se concedieron los primeros Oscar en una ceremonia casi familiar, en la que el par de centenares de miem bros de la recién creada Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas se reunieron, presididos por Douglas Fairbanks, en un salón de convenciones del hotel Hollywood Roosevelt y dieron a conocer los resultados de sus preferencias. A la mañana siguiente, unas notas de urgencia en la prensa local acabaron con los ecos de aquella ceremonia casi íntima.La pasada madrugada, 61 años después de aquel pequeño guateque fundacional casi familiar, han sido alrededor de 1.000 millones los que, sentados unos en sus casas y otros medio dormidos en sus camas, han asistido a la esplendorosa fiesta. A sus fundadores les marearían las cifras de esta última asistencia, y más aún las del dinero que genera esa asistencia. Pero en esencia todo sigue siendo lo mismo que en 1928.

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Desde su primera a esta su última edición, por debajo de los fantásticos cambios en su audiencia y su repercusión informativa, los Oscar siguen teniendo el mismo talón de Aquiles: la imprecisión, con frecuencia delirante, derivada del sistema empleado para discernirlos, una votación entre, los miembros de un gremio que está metido hasta el cuello en los intereses derivados del resultado de lo que votan.

De ahí la paradoja: salvo algunos inocuos premios de tipo técnico, y en ocasiones los de interpretación, que suelen acercarse con tino a los méritos reales de los aspirantes, los otros premios decisivos son imprevisibles o previsibles en función de criterios ambientales que se alejan bastante de los estrictamente cinematográficos. Son, de puertas adentro, premios políticos, de politiquilla casera, cuya credibilidad es frecuentemente más que dudosa.

Y de ahí esa otra historia, curiosísima, espectacular incluso: la que llenan las películas y los cineastas (entre las que están las y los mejores de Hollywood) que jamás subieron al podio de los ganadores. Mil millones, en vez de 200 personas, asisten a las mismas decisiones del clan que hace 61 años.

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