Bush, sin política exterior y con la economía 'recalentada', afronta su primera cirisis

George Bush, concluido su baño de imagen asiático, regresó ayer a Washington para afrontar la primera gran batalla política de su presidencia, provocada por el amor a la botella y a las faldas de John Tower, el hombre que ha designado como su secretario de Defensa. Sería "casi milagroso" que el presidente consiga ganar el enfrentamiento con el Congreso, dominado por los demócratas, y evitar una humillación al comienzo de su mandato, dicen fuentes de la Casa Blanca. Se trata de saber, desde el comienzo, quién manda en Washington, el presidente o el legislativo.

Una política exterior que ...

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George Bush, concluido su baño de imagen asiático, regresó ayer a Washington para afrontar la primera gran batalla política de su presidencia, provocada por el amor a la botella y a las faldas de John Tower, el hombre que ha designado como su secretario de Defensa. Sería "casi milagroso" que el presidente consiga ganar el enfrentamiento con el Congreso, dominado por los demócratas, y evitar una humillación al comienzo de su mandato, dicen fuentes de la Casa Blanca. Se trata de saber, desde el comienzo, quién manda en Washington, el presidente o el legislativo.

Una política exterior que no despega porque no está aún diseñada ni sus ejecutores en su puesto y una economía recalentada, que ha exigido una subida del tipo de descuento de la Reserva Federal, son otras dos grandes cuestiones pendientes que encuentra Bush tras su primer gran viaje internacional.La decisión de la Reserva Federal de luchar contra el resurgimiento de la inflación encareciendo el precio del dinero es un golpe en la línea de flotación del optimismo económico del presidente. Éste proyecta una economía sólida -sin recesión- y la caída de los tipos de interés para reducir el gigantesco déficit presupuestario.

Alta popularidad

Bush, que sólo hace 38 días juró su cargo como 41 presidente de Estados Unidos, asiste impasible al final de su luna de miel con la oposición. Pero no todavía con el pueblo norteamericano. Los sondeos le conceden un 61% de popularidad tras su primer mes en el puesto, seis puntos por encima de la cota alcanzada por Ronald Reagan en febrero de 1981.

Pero los observadores constatan que la nueva presidencia corre el peligro de atascarse. Existe un vacío de política exterior, campo en el que todo está sometido a una larga revisión de 90 días. Aún no se sabe cómo responder a Mijail Gorbachov. El agujero en Latinoamérica -el responsable del Departamento de Estado para el subcontinente aún no ha sido nombrado- produce una parálisis total, como lo ha demostrado la sorpresa provocada por el reciente acuerdo sobre Nicaragua alcanzado por los cinco presidentes centroamericanos.

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La imagen de Bush, que aspira a ser el presidente de la ética en la función pública, tampoco ha superado el primer mes. Su secretario de Estado, James Baker, bajo presión de la Prensa, ha tenido que -vender sus acciones (250.000 dólares nominales, pero que pueden valer más de siete millones de dólares) en el Chemical Bank de Nueva York, que es acreedor por miles de millones de dólares de varios países latinoamericanos. El tema de la deuda externa de los países del Tercer Mundo será uno de los más acuciantes problemas que deberá afrontar Baker.

Pero este profesional de la política, mano derecha del presidente, mantuvo su participación en el Chemical cuando fue secretario del Tesoro con Ronald Reagan. El jefe de la Oficina de Ética Pública de Bush, Boylen Gray, también ha tenido que demostrar el movimiento andando y sonrojarse dejando de percibir unos cientos de miles de dólares de una empresa de comunicaciones familiar.

Pero la crisis inmediata es Tower y un Pentágono paralizado y con la revisión de la política estratégica hacia la URSS. Bush no ha perdido un minuto, y sin dejar tiempo a su cuerpo para recuperarse del jet lag, llamó ayer a su despacho a una docena de senadores demócratas -en su mayoría conservadores sureños en un intento de lograr su voto para Tower.

El pleno del Senado votará en principio mañana, jueves -el Comité de Servicios Armados ha recomendado el rechazo-, si confirma o no como jefe del Pentágono a John Tower, el polémico político que ha confesado públicamente que fue un "bastante notable bebedor de whisky".

El asunto Tower se ha convertido en una pieza de teatro político, género que hace vivir a esta capital, que compite con los Dallas y Falcon Crest de televisión. El diminuto Tower, en un intento a la desesperada por salvar su honor y su carrera política, realizó el domingo, en directo ante las cámaras de televisión, un compromiso de abstinencia. En una extraordinaria confesión pública, Tower juró que si es confirmado por el Senado dejará por completo el alcohol, y si reincide, dimitirá como secretario de Defensa.

"Nunca he sido un alcohólico ni he dependido del alcohol", aseguró, dramáticamente Tower. "Sin embargo, para disipar dudas o temores, juro que durante el desempeño del cargo no consumiré alcohol de ninguna clase, incluyendo vino, cerveza o bebidas espirituosas de cualquier otro tipo". Tower, al que también se acusa de conflicto de intereses por sus conexiones con las empresas de armamentos, de acoso sexual a sus secretarias y de "mujeriego", admitió que bebía "demasiado", pero que lo dejó.

"Hace 12 años que no pruebo el alcohol. Después de eso, sólo he tomado vino en las comidas. Y quizás, ocasionalmente, un martini, un poco de vodka con salmón ahumado o caviar. Champaña o alguna vez un vasito de jerez o de oporto".

El hombre del que depende la suerte de Tower, el influyente y capaz senador Sam Nunn, demócrata por Georgia y presidente del Comité de Servicios Armados, dijo inmediatamente que esto no es suficiente, y añadió que el problema no sólo es el alcohol, sino la excesiva proximidad de Tower, como consultor, de los contratistas militares.

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