Crítica:

Una pintura bien explicada

Con 65 cuadros, representativos de todas sus épocas, estilos y temas, la exposición retrospectiva sobre Magritte (1898-1967), que ha organizado la Fundación Juan March, es ciertamente muy completa. No creo que haya que insistir a estas alturas sobre el mérito que tiene haber logrado una muestra tan rica de contenido y equilibrada sobre uno de los pintores capitales del surrealismo, pero sí quiero añadir, en esta ocasión, cómo, a ese mérito de haber llevado a buen término una empresa tan ambiciosa, le acompaña, en cuanto a la selección y el montaje, un virtuosismo elegante, que sabe sacar un má...

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Con 65 cuadros, representativos de todas sus épocas, estilos y temas, la exposición retrospectiva sobre Magritte (1898-1967), que ha organizado la Fundación Juan March, es ciertamente muy completa. No creo que haya que insistir a estas alturas sobre el mérito que tiene haber logrado una muestra tan rica de contenido y equilibrada sobre uno de los pintores capitales del surrealismo, pero sí quiero añadir, en esta ocasión, cómo, a ese mérito de haber llevado a buen término una empresa tan ambiciosa, le acompaña, en cuanto a la selección y el montaje, un virtuosismo elegante, que sabe sacar un máximo provecho a lo que mejor dio de sí el pintor belga sin por eso hurtar nada.¿Qué trato de decir? Pues, sencillamente, que la obra de Magritte, que aprovechó muy conscientemente la iconografía popular y cotidiana y que, por tanto, ha sido quizá uno de los vanguardistas más influyentes en la propia cultura de masas, es un instrumento muy delicado, capaz de confundir a los pocos avisados con el señuelo engañoso de su extraordinaria facilidad para comprender su pintura.

Y no me refiero ahora a la complejidad conceptual subyacente, que ha hecho de René Magritte objeto de interés de filósofos, psicólogos, lingüistas y sociólogos, sino, estrictamente, a la complejidad formal de su obra.

Aparentemente esquemático y hasta rutinario en la aplicación de fórmulas pictóricas, hay en la obra de Magritte grandes saltos de calidad, que revelan que la cuestión no es, en efecto, tan fácil como parecía a simple vista.

Son tan pocas y tan pequeñas las diferencias pictóricas que se permitió, que no digo ya los cambios de estilo, sino la menor incidencia acaecida en la ejecución de un cuadro, cobran una patencia clamorosa. Es en este sentido en el que considero el actual montaje virtuosístico; inteligente en la distribución de las obras y delicado en el planteamiento de los matices ante el espectador. Por otra parte, que todo ello se haya llevado a cabo discretamente, según un casi riguroso orden cronológico, reduplica el valor de la operación.

Secuencia visual

Un buen ejemplo, entre otros, es el planteamiento de la etapa del revival impresionista, que Magritte pasó a comienzos de los años cuarenta, sutilmente resuelta en una secuencia que lo explica visualmente todo, incluso en lo que pudo tener este período de desconcertante tensión, finalmente bien resuelta. Hay, desde luego, muchos otros ejemplos, pero, en general, siempre se acierta, bien dando una compacta unidad a los cuadros reunidos en las rasantes visuales fundamentales de las salas, bien modulando con sabia estrategia las enfiladas excesivamente lineales, en las que se esconde, como si nada, un punto de fuerza, que actúa, diríamos, casi camuflado. Tal es el caso del maravilloso cuadro del MOMA, que desde la esquina en la que está situado parece esperar, agazapado, al visitante, como diciéndole: "No creas que ya sabes hasta dónde puede llegar un Magritte".

En cualquier caso, desde las obras más tempranas hasta lo que René Magritte estuvo pintando justo antes de morir, que, dicho sea de paso, irradian una extraña nueva fuerza, el interés no decae en el recorrido de la exposición, de la que se sale, sin duda, sabiendo finalmente bastante bien hasta dónde pudo llegar Magritte.

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