Tribuna:

El Reino Unido y España, ante Europa

Las recientes visitas de la soberana y de la primera ministra británicas, que significan el sello espectacular a unas relaciones normalizadas, han colocado en primer plano la posición del Reino Unido ante Europa e, inevitablemente, la comparación con nuestra propia situación.Durante años se supuso por quienes analizaban los temas europeos que, una vez que hubiese entrado nuestro país en la Comunidad, en importantes temas su posición se acercaría a la británica. Ello a pesar del fuerte impulso europeísta de nuestra cultura política democrática. España y el Reino Unido, se pensaba, no pertenecie...

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Las recientes visitas de la soberana y de la primera ministra británicas, que significan el sello espectacular a unas relaciones normalizadas, han colocado en primer plano la posición del Reino Unido ante Europa e, inevitablemente, la comparación con nuestra propia situación.Durante años se supuso por quienes analizaban los temas europeos que, una vez que hubiese entrado nuestro país en la Comunidad, en importantes temas su posición se acercaría a la británica. Ello a pesar del fuerte impulso europeísta de nuestra cultura política democrática. España y el Reino Unido, se pensaba, no pertenecientes al núcleo fundador ni tampoco al espacio europeo continuo de la Europa renana, se encontrarían en alguno de los puntos de sus curvas de atracción y resistencia a la Europa sin ellas constituida. No ha sido hasta ahora así.

Desde su participación plena en 1986, y aun ates desde el Consejo Europeo de Milán de junio de 1985, el Gobierno español apoya las tesis más integracionistas, y la opinión española le sigue, mientras que el Reino Unido continúa librando batallas de retaguardia ante los avances de una Europa unida, tratando de ganar tiempo, cuando no de definir los límites que no habría de traspasar la integración.

Estas tendencias de uno y otro país son la consecuencia de sus constituciones históricas, que se asemejan en ciertos elementos, pero que difieren en otros y, sobre todo, en los objetivos que se proponen como meta sus sociedades.

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España, o mejor Castilla, e nglaterra fueron aliados naturales desde la época de los Trastamara y los Lancaster hasta lo que J. H. Elliott denomina el gran giro de 1580. Desde entonces, en la relación hispano-británica prevalecerá el antagonismo religioso, ideológico, sobre los factores de equilibrio en Europa. En esta alineación ideológica se incrustará la rivalidad por los mares, vocación de la sociedad británica desde Isabel I e imperativo para España a causa de su imperio ultramarino.

Tradicionalmente, Inglaterra había sido la aliada de Castilla, y Escocia, la de Francia. Pero la entente anglo-española, temporalmente reforzada por el matrimonio de Felipe II con María Tudor y por el retorno de Inglaterra a la obediencia de Roma, empezó a deshacerse con la sucesión de Isabel en 1558 y con la definitiva instauración de la Iglesia anglicana. Paralelamente, el triunfo calvinista en Escocia y el destronamiento de María Estuardo en 1567 debilitaron la vieja relación franco-escocesa. Escocia se sitúa en la órbita de la Inglaterra protestante. Una Irlanda resueltamente católica empieza a mirar hacia España. A esta diferencia ideológica esencial -que operara en la forma de prejuicios en ambos pueblos hasta muy avanzados los procesos de laicización- se añade una estrategia británica de control esporádico del mar, mientras que España necesita la seguridad de las flotas,

Lord Liverpool acuñó la fórmula según la cual Inglaterra tenía su destino en el mar, pero que para poder dedicarse a controlarlo necesitaba que en el continente no creciese otra potencia marítima. De ahí la necesidad de intervenciones específicas, desde fuera, para mantener el equilibrio entre las potencias continentales. Inglaterra tiene una dimensión de política europea y una tradición de intervenciones. Pero precisamente para mantener la insularidad y situarse con libertad en el gran lago. España, por el contrario, sí tiene una ineludible dimensión atlántica por las Indias, pero opera y reacciona como una potencia continental.

Sin duda, la diferente estructura social de ambos países en este giro de fines del siglo XVI determina la divergencia de mentalidades y estrategias. Bajo Isabel I se consolida la prioridad social de los comerciantes de los puertos y de la burguesía y nobleza enriquecidas con la venta de los monasterios. En España, la primera revolución burguesa en la edad moderna es vencida en Villalar.

Son los dos países marginales a la Europa continental, pero por razones diferentes y, sobre todo, como consecuencia de una actitud muy distinta. España nunca se corta de Europa. Inglaterra se consagra como ajena a lo esencial de la vida europea con el cisma y con la Reforma.

El cisma, como bien señala Paul Johnson en un atractivo y polémico ensayo, aparecido en el momento del debate sobre el Mercado Común (The offshore Islanders, Londres, 1972), corresponde a la opción marítima y comercial y al peso de los burgueses de la City. La insularidad como política, y como vocación, como forma de entender la proyección del poder y, sobre todo, la seguridad, es una dimensión esencial del pueblo británico. Un instinto. :,

Ya mucho antes de que Ortega acuñase la frase, los españoles se sienten invertebrados. Frente a este diagnóstico, dos remedios opuestos: la modernización europeizante o el casticismo. En las figuras más excelsas de lo español, alternativamente los dos: así en Goya. Pero la Europa imaginada se considera más vertebrada.

El punto de vista británico es diferente. Lo continental le parece menos integrado, falto de un desarrollo suficiente del proceso histórico.

De esta desconfianza hacia lo europeo se tiñe el pensamiento político británico. Aparte de reflejos que vienen de muy lejos, hoy las dudas británicas se asientan en una fundamentación polítco-jurídica: la Comunidad padece de graves carencias en representatividad. Y para el británico la versión política de la sociedad civilizada y libre es la representación.

En efecto, con un Parlamento sin real capacidad legislativa y con un control limitado de la Comisión, pero no del Consejo; con una función beligerante esencialmente en el Consejo -solamente controlable a través de la responsabilidad política de cada uno de los ministros ante su Parlamento nacional-, la Comunidad es solamente representativa de manera mediata. Cada avance de los eurócratas -esos hombres sin rostro como a veces se les denomina en el otro lado del canal de la Mancha- se siente como un alejamiento del control del poder.

Nuestro caso es distinto. Nuestro europeísmo bajo el régimen anterior era un valor político en sí y un instrumento de lucha democrática. Alcanzar el nivel europeo era asegurar la democracia interna.

La simetría de reflejos debida a la condición de periféricos en el momento de la creación de la CE no se produce porque las constituciones históricas no son semejantes y, en consecuencia, tampoco las lecturas concretas sobre determinadas políticas.

Pero si la asimilación de posiciones no se da, sí que las lecturas de uno tienen interés y pueden ser vitales para el otro. Por ejemplo, hay que prestar mucha atención cuando los brítánicos desvelan la desnudez representativa de la Comunidad, porque esta carencia es para todo europeo el principal motivo de preocupación.

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