Crítica:

El rizo perfecto

El veterano grupo británico Pink Floyd es un ejemplo de la situación por que atraviesa buena parte de la música que nació como derivación del rock and roll. Ante las casi 50.000 personas que abarrotaron el estadio Calderón demostraron que aquellos que hace más de dos décadas aportaron nuevas vías de expresión hoy han cambiado la innovación musical de antaño por investigaciones tecnológicas sobre el concepto del espectáculo. Este rizar el rizo y buscar el más difícil todavía tiene en Pink Floyd unos representantes cualificados. Como modernos Houdini del pop, los británicos plantea...

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El veterano grupo británico Pink Floyd es un ejemplo de la situación por que atraviesa buena parte de la música que nació como derivación del rock and roll. Ante las casi 50.000 personas que abarrotaron el estadio Calderón demostraron que aquellos que hace más de dos décadas aportaron nuevas vías de expresión hoy han cambiado la innovación musical de antaño por investigaciones tecnológicas sobre el concepto del espectáculo. Este rizar el rizo y buscar el más difícil todavía tiene en Pink Floyd unos representantes cualificados. Como modernos Houdini del pop, los británicos plantean sus conciertos con una desmesura técnica que sirve de apoyo a una música que enlaza levemente con aquella sicodelia etérea e imaginativa que inspiró su aparición en 1966.Las estrellas del pop, constelación que incluye a Pink Floyd, son pequeños mundos autos uficientes, que trabajan para sacar adelante una industria que vende música con altísimo rendimiento: en su noche madrileña el volumen de negocio puede alcanzar la cifra de 150 millones de pesetas. Esto posibilita cualquier desarrollo escénico , por inverosímil que sea, y obtener un resultado final que roza la perfección.

Pink Floyd

David Gilmour (voz, guitarras), Nick Mason (batería), Richard Wright y John Carin (teclados, voz), TimReriwick (guitarras, voz), Guy Pratt (bajo, voz), Scott Page (saxo, guitarra), Gary Wallis (percusión), Margret Taylor (voz), Rachel Fury (voz), Durga McBroom (voz), P. Staples (escenografia), M. Brickman (iluminación), G. Scarfe (animación). Vicente Calderón. Madrid, 2 de julio.

El espectáculo con el que Pink Floyd recorre el mundo -The momentary lapse of reason tour- se enmarca en estas consideraciones. Es un show de luz y sonido que toma la música como base para desarrollar una oferta global capaz de satisfacer a audiencias masivas. Rayos láser que lanzan sus líneas quebradas hacia la noche, pantalla redonda que proyecta películas y enormes torres de focos móviles, se integran en la música con la ayuda de las últimas técnicas de la informática.

De esta manera se multiplican los impactos en el público y se hacen asequibles los momentos musicales más arriesgados y difíciles. Así, mientras David Gilmour realiza una larga improvisación de guitarra, un gigantesco cerdo hinchable sobrevuela un público fascinado ante lo aparatoso. Cuando la música crea ambientes envolventes, la pantalla ofrece una secuencia que enlaza con una cama que recorre el estadio por el aire, hasta empotrarse en el escenario. Fuegos artificiales, sonido cuadrafónico, una esfera metálica que se eleva y ofrece su brillante interior como una rosa galáctica, aumentan esa sensación de espectáculo total, sin posibilidad de error.

Perfección formal

En el centro de esta búsqueda de la perfección formal está la música. Pink Floyd intentan evitar la nostalgia, aunque juegan al pasado-presente en recuerdos al Lewis Carrol amado por el fundador del grupo, Syd Barrett, como la proyección de relojes en animación inspirados en Alicia en el país de las maravillas. Tampoco olvidan canciones que han pasado a la historia -Money, Wish you were here, Another brick in the wall- ni las extensas improvisaciones que hace 20 años creaban el clímax propicio para la ensoñación, característico de la primera sicodelia. Es el obligatorio tributo a un pasado renovador cuando en el presente no se puede aportar más que tecnología.

Pink Floyd salvan con profesionalidad el vacío de contenido. Gilmour se ha convertido en el líder del grupo tras la separación de Roger Waters, y es quien aporta el mayor atractivo musical. Su trabajo como guitarrista continúa siendo excelente y sus largas improvisaciones, basadas siempre en el blues, son arriesgadas en los crescendos. A su lado, Mason y Wright se mantienen en un segundo plano, junto a los ocho excelentes músicos que completan el grupo, sin ser comparsas.

Pink Floyd cosecharon un éxito clamoroso en su actuación madrileña ante un público entregado que pedía más canciones. No pudo ser porque una programación de ordenador no se improvisa y hoy las estrellas dependen de la informática. Todo fue perfecto, excepto la organización, que olvida al público que sostiene estos macroespectáculos. Apiñados, sin espacio vital para moverse, los aficionados son siempre los últimos. Es hora que algunos promotores -que tienen la Infraestructura necesaria para satisfacer las exigencias de los ídolos-se preocupen por la comodidad del público. Y el Ayuntamiento de Madrid, que incluía este concierto en la programación de los Veranos de la Villa, también podría sensibIlizarse ante el problema de la masificación y no limitar su aportación a ofrecer apoyos morales a los espectáculos.

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