Editorial:

Rehentes y elecciones

NADIE PUEDE reprochar al Gobierno francés su obstinación por terminar con el calvario de los tres rehenes cruelmente encarcelados durante tres años por la Yihad Islámica en Líbano. La liberación de rehenes inocentes es siempre motivo de alegría y satisfacción para el Gobierno que lo consigue, pero la proximidad de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales y la coordinación de la liberación de estos rehenes con la carnicería realizada en Nueva Caledonia para rescatar a los gendarmes secuestrados por las fuerzas independentistas permiten pensar que en la energía desplegada por el primer...

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NADIE PUEDE reprochar al Gobierno francés su obstinación por terminar con el calvario de los tres rehenes cruelmente encarcelados durante tres años por la Yihad Islámica en Líbano. La liberación de rehenes inocentes es siempre motivo de alegría y satisfacción para el Gobierno que lo consigue, pero la proximidad de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales y la coordinación de la liberación de estos rehenes con la carnicería realizada en Nueva Caledonia para rescatar a los gendarmes secuestrados por las fuerzas independentistas permiten pensar que en la energía desplegada por el primer ministro Chirac han jugado móviles no simplemente altruistas y generosos. Para concluir con esta política efectista en vísperas electorales, el Gobierno ha hecho regresar a París, vulnerando así un compromiso con Nueva Zelanda, a la capitana Dominique Prieur, uno de los dos agentes de París condenados en Nueva Zelanda por el hundimiento del barco ecologista Rainbow Warrior.

La política francesa respecto a Líbano, atrapada entre su necesidad de seguridad interior y sus aspiraciones de potencia internacional deseosa de seguir desempeñando un papel en Oriente Próximo, se ha guiado más bien por preocupaciones de popularidad y de eficacia ante la opinión pública, con escaso respeto a los principios y a las exigencias de una auténtica estrategia antiterrorista.

El comportamiento de París no merecería apenas otro reproche que la ausencia de miras a largo plazo respecto al polvorín en que se ha convertido Oriente Próximo si el Gobierno francés no hubiera aplicado una política simétricamente contraria en el otro extremo del mundo, en Nueva Caledonia, donde los independentistas canacos se han inclinado hacia métodos de violencia más por la ceguera francesa que por voluntad propia. Los canacos que rechazan la permanencia de la dominación francesa representan el 80% de la población indígena: son marginados de las instituciones; su cultura es despreciada, y su personalidad nacional, negada. El Gobierno de Chirac ha cortado todo diálogo con las fuerzas independentistas, que Mitterrand, en cambio, propugna. Apoya las actitudes abiertamente racistas de muchos de los colonos de origen francés, cuyo número es hoy superior a la población nativa gracias precisamente a una política de inmigración exactamente inversa a la que la derecha francesa preconiza ahora para la metrópoli. Nada de esto justifica los secuestros cometidos por los grupos independentistas. Pero la reciente operación militar francesa, con la cifra aterradora de canacos muertos, subraya la brutalidad de una política de inspiración colonialista, incompatible con la época histórica en que vivimos.

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