Editorial:

Israel, los primeros 40 años

EL 14 de mayo de 1948, un judío de origen polaco, David Gruener, al que la historia conocería como David Ben Gurion, proclamaba en Palestina la, creación del Estado de Israel. El nacimiento de la, estatalidad recuperada se producía al cabo de unos meses de operaciones militares contra la población. árabe dei mandato británico sobre, Palestina, en la, que un improvisado ejército de colonos y emigrantes, en su gran mayoría de origen europeo, expulsaba del país a la mayor parte de sus naturales habitantes.En estas fechas, en las que se cumple el 40º aniversario del momento fundacional, y tras cin...

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EL 14 de mayo de 1948, un judío de origen polaco, David Gruener, al que la historia conocería como David Ben Gurion, proclamaba en Palestina la, creación del Estado de Israel. El nacimiento de la, estatalidad recuperada se producía al cabo de unos meses de operaciones militares contra la población. árabe dei mandato británico sobre, Palestina, en la, que un improvisado ejército de colonos y emigrantes, en su gran mayoría de origen europeo, expulsaba del país a la mayor parte de sus naturales habitantes.En estas fechas, en las que se cumple el 40º aniversario del momento fundacional, y tras cinco guerras contra los Estados árabes limítrofes, Israel se halla igual que en 1948: batallando contra el pueblo palestino, aplicando una permanente ley de fugas en los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania, expulsando del país a sus nacionales y negándose, en definitiva, a reconocer la, existencia de la estructura política que ha emergido de ese pueblo: la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), el principal interlocutor para la negociación de una paz que los hechos hacen siempre remota, De esta forma, los acontecimientos de cuatro décadas han dado la vuelta sobre sí mismos hasta devolvemos a la casilla uno del problema.

La fuerza de Israel durante esos 40 años la ha constituido la desesperación de un pueblo que sabe que no tiene adónde retirarse tras una guerra perdida, la pasión del emigrante por el reencuentro con el ensueño bíblico, el poderío militar respaldado por Washington. El bando árabe, por su parte, ha encontrado una única línea de resistencia: la obstinación en no aceptar la derrota; la negativa a hacer la paz como consecuencia de la guerra; la memoria de que sólo la última batalla, militar o política, es la que cuenta. Por ello, Israel no ha podido obtener el reconocimiento del vencido a sus éxitos en campaña y se encuentra hoy con su problema esencial por resolver: el de la inserción en un mundo geográfico, histórico y político, en el que no es aceptado por sus vecinos. Es cierto que Egipto reconoció en 1978 a Israel, y ello parece excluir el desencadenamiento de una nueva guerra general contra el Estado sionista, pero incluso El Cairo firmó ese acuerdo de paz con la condición, nunca cumplida, de una evolución que permitiera el reconocimiento del derecho de autodeterminación del pueblo palestino.

Desde su fundación, la naturaleza política de la ciudadanía israelí ha experimentado algunos cambios fundamentales. El movimiento laborista, mayoritariamente integrado por la oleada de emigrantes de procedencia europea de los años cuarenta y cincuenta, que fueron los auténticos creadores del Estado, parece hallarse al final de un largo camino. En 1977, por primera vez, el Partido Laborista dejó de formar Gobierno o integrar la esencia del mismo, por la emergencia de una nueva fuerza política. El bloque del Likud, derechista, nacionalista, con excursiones xenófobas, alcanzaba el poder ese año sobre la base de una mayoría de votos de las últimas generaciones de emigrantes; muchos de ellos, de procedencia oriental o sefardí; en gran medida, de los propios países árabes. Desde entonces, solo o en coalición con los laboristas, el Likud ha permanecido en el poder.

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En estos momentos, decir Likud es decir revancha de los no privilegiados, de los palestinos de los centroeuropeos, de aquellos que están todavía buscando su sitio en la sociedad israelí. De ellos parece ser en estos momentos el futuro, lo que no significa que esa emergencia de una nueva sociología nacional tenga que ser propiedad indefinida del Likiud. A ellos hay que formular la pregunta, tanto o más que a los askenazíes -tradicionales votantes del laborismo-, de qué es lo que quiere Israel como futuro. Está claro que paz con territorios no vale, en la medida en que el pueblo palestino jamás aceptará esa clase de derrota; la retirada de todas o la mayor parte de las conquistas israelíes a cambio de la paz, en el mejor de los casos con sólo una fracción del adversario, es una jugada preñada de riesgos, pero es la única salida posible frente a un presente caracterizado por un estado de guerra interminable. Israel podrá consolidar así su futuro no oponiéndose a una evolución que parece cada vez más inevitable. Contribuir a reforzar las garantías internacionales para un eventual acuerdo negociado y facilitar el paulatino cambio que comienza a apreciarse en el mundo árabe hacia el reconocimiento del Estado de Israel constituirán, más que el terrorismo de Estado, más que la represión o la victoria militar, las garantías de unas fronteras seguras.

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