Tribuna:

Ante el Estado-partido

De creer a los portavoces de nuestro partido del Gobierno, la historia de España fue un museo de horrores hasta el advenimiento de la modernización encarnada por el Gobierno del PSOE. La cadena de fracasos de nuestra evolución histórica, desde la ilusión constitucional de 1812 hasta la esperanza frustrada de la II República, desemboca en el happy end del último quinquenio. Estamos en Europa y en la OTAN. Seremos felices bajo la guía del PSOE. "Hoy, por primera vez en mucho tiempo, dependemos de nosotros mismos: para construir un país moderno, eficiente, solidario...". Etcé...

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De creer a los portavoces de nuestro partido del Gobierno, la historia de España fue un museo de horrores hasta el advenimiento de la modernización encarnada por el Gobierno del PSOE. La cadena de fracasos de nuestra evolución histórica, desde la ilusión constitucional de 1812 hasta la esperanza frustrada de la II República, desemboca en el happy end del último quinquenio. Estamos en Europa y en la OTAN. Seremos felices bajo la guía del PSOE. "Hoy, por primera vez en mucho tiempo, dependemos de nosotros mismos: para construir un país moderno, eficiente, solidario...". Etcétera. Son palabras del secretario de organización del PSOE en un artículo pensado, al parecer, para el próximo congreso de su partido, pero que en realidad supone un ejercicio de exaltación en toda regla de la política del Gobierno. Y que, como tal, merece ser discutido.Para empezar, y contra lo que propone Benegas, el fruto de la gestión socialista no es, en modo alguno, la gestación de una nueva sociedad. La modernización de las formas de vida en España se inició, por motivos estrictamente económicos, en la década de los sesenta, y ha seguido desde entonces una evolución ininterrumpida, sin que este último período suponga una variación sustancial, y menos aún el salto hacia adelante que proclaman los propagandistas del Gobierno. Ahora bien, el PSOE no trajo la democracia, ni los pactos de la Moncloa, ni la Constitución, y tampoco fue capaz de encabezar la movilización popular por la democracia tras el 23-F. Otra cosa es que la capitalizase por autodestrucción de sus competidores en la escena política (UCD, PCE). Luego ha sido incapaz de impulsar la reforma del aparato del Estado -único contenido posible de la propuesta de que España funcione-, y las. reformas en la sociedad civil, como el aborto, o en la política educativa, o en la reforma del sistema judicial, presentan más carga de frustración que otra cosa. Ciertamente, no faltaron los logros en la culminación de las negociaciones europeas o en la política militar, a fin de cuentas. No es para desesperarse, pero tampoco para echar las campanas al vuelo.

Éste es tal vez el aspecto más negativo del discurso oficial: lo que podía presentarse como un juego de luces y sombras resulta impuesto ante la opinión pública no sólo como un balance en que todas las partidas arrojan saldo inequívocamente favorable, sino como la única política que hubiera sido dado realizar. Es el mejor de los mundos posibles. La recuperación económica es vista, al margen de la coyuntura favorable internacional, como una suma de aciertos; lo que puede ser un ajuste temporal necesario se convierte en pauta de una política económica neoliberal. Como contrapartida, el incremento de la desigualdad, la persistencia de niveles intolerables de paro y el rotundo fracaso del sistema policial para afrontar la inseguridad ciudadana son convenientemente enmascarados para no ensombrecer la imagen paradisiaca que los voceros del Gobierno dibujan ante los ciudadanos: la pérdida de poder adquisitivo se transforma en moderación de las rentas salariales; las estadísticas de paro se edulcoran eliminando de las mismas situaciones de desempleo real y afirmando que el empleo neto crece, y de la inseguridad nada se dice; es cosa de la derecha.

Claro que esta perspectiva es coherente. La inferior productividad del sistema económico español y la diferencial de salarios respecto a la Europa desarrollada hacen plausible la configuración de un proceso integrador a partir de nuestra condición periférica, jugando, eso sí, con la baza de coste inferior del factor trabajo. Lo que ocurre es que esa opción, la del PSOE hoy, da lugar a un sistema neocorporativista, de articulación de poder político y poder económico -capital financiero y transnacionales- en la adopción de las decisiones estratégicas. Difícilmente cabe una política de concertación, incorporando a los sindicatos, conforme propone Benegas, a no ser que asuman el papel desempeñado por UGT en 1984, de simple gárante de una reactivación de la plusvalía a costa de los salarios. De ahí que la resistencia sindical sea una respuesta lógica. Por otra parte, cuando Benegas habla de un bloque de progreso encabezado por el PSOE y con la ayuda de los sindicatos, olvida defiberadamente tanto el sentido de esa estrategia económica como su efecto de sucursalización de la economía española, propiciada a fondo por la política de estos últimos cinco años. Dificilmente los centros de poder econón-úco reales van a permitir una política redístributiva como la imaginada por el discurso socialista con el fin de mantener su soporte sociológico de izquierda, el voto de las capas populares. La línea Boyer-Solchaga tiene esas servidumbres.

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"La distancia entre la real¡dad y los ideales socialistas son (sic) aún gigantescos" (de nuevo, sic), puede leerse en la ponencia-marco oficial del 31º Congreso del PSOE. Pero para cubrir esa distancia no basta con la solución jruschoviana de cazar en 10 años a los países europeos avanzados (preámbulo). La utopía productivista es siempre signo de insuficiencias radicales en el trazado de una política.

Los cinco años de gestión socialista no han aportado, pues, una nueva sociedad, pero sí un nuevo tipo de relaciones políticas. El ejercicio de representar políticamente a un sector de la sociedad y gobernar segiin la lógica de otro sistema de intereses puede ser justificado, en términos ideológicos, como acción de un partido nacional. La ponencia-marco es bien clara al respecto: el PSOE no es un partido de clase, "no es patrimonio de sus dirigentes, ni siquiera de sus mílitantes, sino del pueblo español". Pero otra cosa es incorporar esa simbiosis al aparato del Estado, más. aún cuando éste soporta el lastre del pasado franquista. Más tarde, la solución adoptada de envolver la Administración franquista en una capa de cargos públicos y nuevos funcionarios designados por su fiabilidad política completa el proceso. Las promesas de un nuevo estilo de gobierno, ensayado en el área municipal y prometido en las elecciones de 1982, se convertirán en su contrario: una Administración incapaz de superar la ineficacia heredada, pero sometida a un control político creciente y, por tanto, con un grado de presión cada vez mayor sobre la sociedad civil. De este modo, la propuesta de eficacia deviene manípulación. Ejemplo, TVE; no cabe olvidar el referéndum, ni las persistentes facturas. Y la corrupción del pasado se transfiere sin dificultades a los nuevos hábitos, oculta bajo la costra del lenguaje tecnocrático. Es un tema olvidado en el artículo del secretario de organización y sobre el que valdría la pena entablar un debate a fondo antes del congreso.

En definitiva, el propio partido del Gobierno resulta devorado por ese protagonismo de su sistema de poder. El lector observará que en el artículo de Benegas no se habla para nada de cuestiones de la vida del partido; podría haber servido mucho mejor como presentación de una campaña electoral. Tal vez sea éste el problema de fondo en un país donde la conciencia democrática se halla cada vez más asentada, en gran medida a pesar de los sonoros fracasos de los instrumentos de participación política que son los partidos. El PSOE de GonzálezGuerra presentado por Benegas quizá ofrece una fórmula viable de gestión de y para el capitalismo, pero su papel como instrumento de integración política es mucho más deficiente. No es un riesgo ligero con vistas a ese fluturo,'de 1992 o del año 2000, de que nos hablan los nuevos milenaristas de la tecnocracia conservadora. Un partido de cargos públicos y funcionarios, rígidamente disciplinado desde el vértice, puede recibir votos en ausencia de otras opcíones, pero difícilmente será un instrumento depolítica progresiva y de participación. Si pudieran verse Ubres de la tutela estatal, esa redefinición de su política -¿por qué no una puesta al día de la socialdemocracia, nunca ensayada?- sería quizá el eje de la discusión de los congresistas, en lugar del ejercicio ritual de la autocomplacencia, culmi.nado en la apoteosis que, sin duda, preparan ya los asesores de imagen de Felipe González. Claro que ante todo hay que apretar las clavijas del marketing para las próximas elecciones de 1989.

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