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En EL PAÍS se ha recibido una carta que viene de muy lejos, de los suburbios del mundo y de la vida. Es de M. A. Sarker, de Bangladesh, quien, tras recordamos que su país es el más pobre de la Tierra, habla del azote añadido de las recientes riadas. Él mismo ha visto desaparecer su casa entre las aguas. Sin cobijo frente al invierno que cornienza, sin alimentos ni dinero, la mujer y los dos pequeños hijos de Sarker no tienen muchas posibilidades de llegar hasta la primavera próxima. Todo esto lo cuenta M. A. sin aspavientos, en una carta culta y contenida. Su caso no es más que uno entre un mi...

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En EL PAÍS se ha recibido una carta que viene de muy lejos, de los suburbios del mundo y de la vida. Es de M. A. Sarker, de Bangladesh, quien, tras recordamos que su país es el más pobre de la Tierra, habla del azote añadido de las recientes riadas. Él mismo ha visto desaparecer su casa entre las aguas. Sin cobijo frente al invierno que cornienza, sin alimentos ni dinero, la mujer y los dos pequeños hijos de Sarker no tienen muchas posibilidades de llegar hasta la primavera próxima. Todo esto lo cuenta M. A. sin aspavientos, en una carta culta y contenida. Su caso no es más que uno entre un millón; pero es más difícil ignorar el sufrimiento cuando éste ha adquirido nombre propio. Por ello la familia Sarker se ha convertido para mí en el símbolo de las muchas mortandades de la Tierra. Y así, los imagino hundidos en el lodo, sin nada para comer y tiritando.Se están muriendo. Se están muriendo en Bangladesh, y en Chad, y en tantos rincones olvidados. Se están muriendo de nuevo en Etiopía, y Bob Geldof anda, al parecer, desesperado. Porque el cantante teme que en esta ocasión la gente no responda, que el primer mundo se haya aburrido ya del tema etíope. Somos así en las sociedades: opulentas; dependemos de la rrioda y de la novedad hasta para los estremecimientos del espíritu. A los occidentales nos gustan los cataclismos únicos, porque sirven para demostrar que aún tenemos un corazón debajo del bolsillo del dinero. Pero no existe morbo ni atractivo en la miseria interminable, en el lento exterminio día tras día.

Pues bien, se están muriendo. Me niego a adjetivar el dolor: quiero ser tan austera como Sarker. Porque el mundo no necesita que nos emocionemos, sino que nos responsabilicemos. Debemos aprender que el infierno tercermundista es nuestro infierno. Que son nuestros agonizantes, nuestros muertos. Y que hemos de ayudarlos no por un espasmo sentimental, sino por un ideber social tan imperativo como el de pagar impuestos. Es una batalla larga e ingrata. Comencemos.

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