Crítica:

Triunfo absoluto

ENVIADO ESPECIAL, La Orquesta Filarmónica de Israel ha iniciado en Santander su gran gira europea con tres programas, los mismos que sonarán en Bonn, en París, en Turín o en el festival de Turín dedicado este año a conmemorar el 750 aniversario de la ciudad.

La dirige su maestro vitalicio, Zubin Mehta, una de las pocas grandes batutas de nuestro tiempo. El músico de Bombay, formado en Viena y ciudadano del mundo entero, se reveló desde el primer instante como un conductor superdotado, capaz de continuar y revitalizar las mejoras tradiciones.

En el concierto de presentación, l...

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ENVIADO ESPECIAL, La Orquesta Filarmónica de Israel ha iniciado en Santander su gran gira europea con tres programas, los mismos que sonarán en Bonn, en París, en Turín o en el festival de Turín dedicado este año a conmemorar el 750 aniversario de la ciudad.

La dirige su maestro vitalicio, Zubin Mehta, una de las pocas grandes batutas de nuestro tiempo. El músico de Bombay, formado en Viena y ciudadano del mundo entero, se reveló desde el primer instante como un conductor superdotado, capaz de continuar y revitalizar las mejoras tradiciones.

En el concierto de presentación, la plaza Porticada rebosante y aplaudidora, siguió las excelentes versiones que de la Quinta sinfonía de Prokofiev y de la Cuarta de Chaikovski dieron Mehta y los filarmónicos israelíes, una formación de alta calidad, con solistas destacados por su refinamiento sonoro en todas las secciones y con unas cuerdas especialmente deslumbrantes. El sonido de estos arcos tiene algo de excitación vital dentro de una cohesión que los unifica y equilibra en lo sucesivo y en lo simultáneo.

Zubin Mehta es un músico imaginativo y elegante, capaz de matizar minuciosamente los diversos colores de una partitura. Apuntan en la Quinta sinfonía de Prokofiev, escrita en 1944, a cuyo trasfondo dramático llegan los ecos de la ópera El ángel de fuego, tan ampliamente explotada por Prokofiev en la Sinfonía número 3, de 1928.

Enigmas

El lirismo del adagio, procedente tanto de la melodía como del color armónico e instrumental, obtuvo una realización plácida y un tanto enigmática, como es gran parte de la obra de Prokofiev; en el movimiento final parecía llegar hasta nosotros, dicho con otro lenguaje, el vuelo de los schersi mendelssohnianos. Huye Mehta de todo efectismo gestual y conceptual para buscar directamente el secreto recóndito de las obras que dirige. Su expresión impulsa todos y cada uno de los pasajes a partir de sus valores principales, dejando de lado, como debe ser, cualquier obsesión métrica. Le importa, sobre todo, la más perfecta consecución de los procesos sinfónicos bien movidos en su dinámica, rigurosos y flexibles en sus formas.

La Cuarta de Chaikovski, esa suerte de prepatética, se presta a los abusos expresivos que sufrimos con harta frecuencia. Como si el compositor no hubiera dejado ya sobre los pentagramas la suficiente carga de patetismo y sentimiento dramático. Escuchada libre de tales excesos, como ha sido el caso de ahora, la Cuarta sinfonía suena como algo nuevo en el frescor que aviva la amplia exposición y desarrollo del primer movimiento, se airea en el scherzo o explota los ritmos y motivos populares en el allegro conclusivo.

Al terminar la Cuarta sinfonía, el público de la plaza Porticada estalló en una ovación cuyos clamores no cedieron hasta que nuestros ilustres visitantes iniciaron su cadena de propinas: el intermedio de Manon Lescaut, de Puccini, procedente de los Crisantemos para cuarteto; la Triana de Albéniz-Arbós, llevada por Mehta con un espíritu antipintoresco que habría satisfecho al mismísimo don Isaac en su españolismo sin furia.

En fin, la sencilla y genialmente teatral obertura de La fuerza del destino, de Verdi, en la que el fatum golpea insistente como lo había hecho ya en el Don Juan de Mozart y la Quinta sinfonía de Beethoven.

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