Tribuna:

Las ociosas humanidades

"Por no estar ocioso, que cansa más que el trabajar", dice Garcilaso de la Vega, el Inca, para dar razón de sus actividades literarias. El Inca Garcilaso, hijo de un caballero español y de una princesa india, había nacido en Perú, se había criado en las casas de su noble parentela incaica, había sido educado en Cuzco junto a su padre, y enviado por éste a estudiar en España, estaba por fin retirado en Andalucía tras de pretender en vano, por dos años, mercedes de la Corte, guerrear en Italia y servir al rey en su guerra contra los moriscos sublevados en Granada. Ahora, desengañado, se ha despe...

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"Por no estar ocioso, que cansa más que el trabajar", dice Garcilaso de la Vega, el Inca, para dar razón de sus actividades literarias. El Inca Garcilaso, hijo de un caballero español y de una princesa india, había nacido en Perú, se había criado en las casas de su noble parentela incaica, había sido educado en Cuzco junto a su padre, y enviado por éste a estudiar en España, estaba por fin retirado en Andalucía tras de pretender en vano, por dos años, mercedes de la Corte, guerrear en Italia y servir al rey en su guerra contra los moriscos sublevados en Granada. Ahora, desengañado, se ha despedido ya de cualquier pretensión cortesana; ya no espera cosa alguna de las instancias mundanales. Todo su tiempo lo dedica a escribir. Está poniendo en limpio con buena letra lo que un antiguo amigo le cuenta cada día sobre la expedición de descubrimiento y conquista de la Florida en que había tomado parte con Hernando de Soto, y el narrador tiene empeño en afirmar la veracidad de su relato. Aporta pruebas concluyentes de que lo referido es fidedigno, y añade: "Y esto baste para que se crea que no escribimos ficciones".En seguida va a sincerarse: declaren el prólogo a su libro que al escribirlo no pretende obtener de este largo afán mercedes temporales. Tras de lo cual no falta la reflexión confortadora: sí, desfavorecido por la fortuna, se ha despedido ya de las esperanzas, su mala suerte le ha librado de los extravíos y despeñaderos en que suelen sucumbir aquellos a quienes ella levanta, forzándole en cambio a él a que se esconda "en el puerto y abrigo de los desengañados, que son los rincones de la soledad y pobreza: donde consolado y satisfecho con la escasez de mi poca hacienda, paso una vida, gracias al rey de los reyes y señor de los señores, quieta y pacífica, más envidiada de ricos que envidiosa de ellos. En la cual (por no estar ocioso, que cansa más que el trabajar) he dado en otras pretensiones y esperanzas de mayor contento y recreación del ánimo que las de la hacienda, como fue traducir los tres libros de amor de León Hebreo y, habiéndolos sacado a luz, di en escribir esta história" -es decir, La Florida del Inca-, "y con el mismo deleitequedo fabricando, forjando y lirnando la del Perú" -esto es, los famosos Comentarios reales-. "Y aunque son trabajos y no pequeños, por pretender y atinar yo a otro fin mejor, los tengo en más que las mercedes que nni fortuna pudiera haberme hecho cuando me hubiera sido muy próspera y favorable; porque espero en Dios que estos trabajos me serán de más honra y de mejor nombre que el vínculo de que de los bienes de esta señora pudiera dejar".

Es, pues, una apelación a la fama póstuma, como recompensa del mérito literairo. El desengaño que el Inca Garcilaso declara no corresponde todavía al desengaño total de los barrocos, a ese nihilismo definitivo que, como ayer a Kafka, le hizo en su día pedir a Quevedo, disimulado en éste bajo el ascetismo de la fe católica, que tras de su muerte fuesen destruidos sus escritos. Garcilaso el Inca respira todavía el aire libre y tonificante del imperio que presta hechura a su personalidad; todavía se encuentra envuelto por la atmósfera espiritual del Renacimeinto. Coetáneo de Cervantes aun cuando unos ocho años mayor que él -a ambos les esperaba la muerte en el mismo de 1616-, tenía que serle ajena claro está, al autor de los Comentarios reales, cuya publicación coincide en 1606 con la de la historia de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, la estupenda percepción, adivinación casi, del futuro inmediato cifrada en este libro por el genio único de su autor.

El Inca está desilusionado de los favores de la fortuna; sus pretensiones cortesanas han sido desoídas. Pero confía en que, a cambio de los bienes temporales que se le han negado, la posteridad confiera honor a su nombre, como en efecto así ha sido. Cree, por tanto, en la virtualidad y pervivencia de las letras, tal como cree en la eficacia de las armas, fiel a la tradición de la antigüedad, al clasicismo renacentista y a la vocación de universalidad que entonces se reconoció a la lengua castellana de cuyo diestro manejo espera dicho honor. A propósito de un soldado sevillano que, en el lapso de su cautiverio con los indios, había perdido la capacidad de expresarse, "porque con el poco o ningún uso que entre los indios había tenido de la lengua castellana se le había olvidado hasta el pronunciar el nombre de la propia tierra", añade las siguientes, interesantísimas precisiones: "Como yo podré decir también de mí mesmo, que por no haber tenido en España con quien hablar mi lengua natural y materna, que es la general que se habla en todo el Perú (aunque los incas tenían otra particular que hablaban ellos entre sí unos con otros) se me ha olvidado de tal manera, que con saberla hablar tan bien y mejor y con más elegancia que los mismos indios que no son incas, porque soy hijo de Palla y sobrino de incas, que son los que mejor y más apuradamente la hablan, por haber sido lenguaje de la Corte de sus príncipes y haber sido ellos los principales cortesanos, no acierto ahora a concertlir seis o siete palabras en oración para dar a entender lo que quIero decir, y más, que muchos vocablos se me han ido de la memoria, que no sé cuáles son para nombrar en Indio tal o tal cosa. Aunque es verdad que si oyese hablar a un Inca le entendería todo lo que dijese, y si oyese los vocablos olvidados diría lo que significan".

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Acudió días atrás a mi mente este curioso pasaje, y he querido traerlo luego a colación, cuando, en uno de esos programas misceláneos que la televisión organiza, comparecieron ante la pantalla cuatro indios, representantes de sendas regiones o pueblos enclavados en el territorio de diferentes Estados hispanoamericanos -Ecuador, Guatemala, Argentina y México, si mal no me acuerdo- y, para reivindicar sus tradiciones culturales y el derecho a usar de sus particulares lenguas, se expresaron sin embargo en un castellano tan puro, correcto, rico y articulado (y, sin embargo, moderno, actual) que bien hubiera podido dar envidia -si no vergüenza- a muchos de nuestros locutores y de nuestros políticos profesionales.

Pero la cuestión no es ésta; ésta es una cuestión al margen, que tal vez requeriría por su parte ser tratada a fondo siempre de nuevo, pues afecta nada menos que a la idoneidad o deterioro de esa llave maestra de toda cultura humana que es lenguaje. La cuestión sería más bien la de averiguar si todavía hoy cabe poner en un feliz cultivo de las letras la expectativa de supervivencia honrosa en la memoria colectiva, como la ponía aún en sus días el renacentista Inca Garcilaso, o si a lo sumo le serviría ese cultivo a quienes, igual que él, se apliquen a su ejercicio, de mero entretenimiento para combatir el tedio de la ociosidad. Lo cual -dicho sea de paso- tampoco sería cosa nimia, si encaramos la perspectiva de una sociedad que se anuncia, que comienza a serlo ya, "sociedad del ocio".

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