Crítica:

"Top-less"

"Y el premio a la fidelidad es para... ¡Rory Gallagher!". Como si no hubiera pasado el tiempo, desde aquellas emocionantes visitas en las que calmaba el ansia de música en vivo de los ex súbditos del general, Rory Gallagher se presenta con su uniforme vaquero habitual, la cara mofletuda enmarcada por sus greñas eternas, la guitarra Fender descascarillada. A sus 38 añitos, marginado por una industria discográfica que se alimenta de la novedad, permanece fiel a su primer amor: el blues de Chicago, tocado sucia e intensamente.Una fórmula que todavía sigue en funcionamiento. Entre los apret...

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"Y el premio a la fidelidad es para... ¡Rory Gallagher!". Como si no hubiera pasado el tiempo, desde aquellas emocionantes visitas en las que calmaba el ansia de música en vivo de los ex súbditos del general, Rory Gallagher se presenta con su uniforme vaquero habitual, la cara mofletuda enmarcada por sus greñas eternas, la guitarra Fender descascarillada. A sus 38 añitos, marginado por una industria discográfica que se alimenta de la novedad, permanece fiel a su primer amor: el blues de Chicago, tocado sucia e intensamente.Una fórmula que todavía sigue en funcionamiento. Entre los apretujados asistentes, algunos veteranos que suspiran recordando el primer concierto del irlandés junto con una muchedumbre de críos que han pagado 1.500 pesetas, consumición incluida, y ahora brincan, disparan los puños al aire y acarician guitarras invisibles.

Rory Gallagher

Sala Canciller. Madrid, 10 de julio.

Noche calurosa

Es una noche especialmente calurosa y en el interior del Canciller se alcanzan temperaturas de caldera naval que incitan a despojarse de camisas, camisetas y... oh, nada más, hay que mantener la compostura incluso en el infierno. Nada importa mientras Rory recorra veloz el mástil de su instrumento, rascando las cuerdas con la slide de metal, resucitando venerables frases del oxidado repertorio del blues-rock, ladrando esos clichés que hablan de mujeres malas que ponen a morir al desesperado cantante.Gruñe una armónica, se agitan melenas, vuelan gotas de sudor, y Rory sigue en su puesto, lanzando gritos ancestrales, recordando a Chuck Berry (Nadine) y John Lennon (Come together), exprimiendo sentimientos airados de su repertorio clásico.

En el último disco en que ha colaborado, una grabación de los Yardbirds bajo el nombre de Box of Frogs, se le puede oír tocando esa reliquia hippy que se llama sitar eléctrico. En vivo no hay lugar para esas frivolidades: sólo la machacada Fender y, hacia el final del concierto, una reluciente Gibson.

Los adoradores de las guitarras eléctricas siguen chapoteando felices cuando el cronista, que siente un repentino temor a derretirse, inicia la huida. Los decibelios ululantes le persiguen hasta la puerta, el buen Rory sigue oficiando. Sin novedad en el frente.

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