Editorial:

El rastro de los GAL

LAS DECLARACIONES efectuadas en un programa de la televisión francesa por una persona que aseguró ser un funcionario policial español según las cuales el grupo terrorista que ampara sus crímenes bajo las siglas GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) fue creado por altos cargos del Ministerio del Interior, han venido a sumarse a las noticias que desde 1983 vinculan al mencionado grupo con determinados aparatos del Estado español.Esa tesis o suposición, lejos de apoyarse en, meras especulaciones fantasiosas, hunde sus raíces en varios indicios objetivos. Así, no es una especulación, sino una...

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LAS DECLARACIONES efectuadas en un programa de la televisión francesa por una persona que aseguró ser un funcionario policial español según las cuales el grupo terrorista que ampara sus crímenes bajo las siglas GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) fue creado por altos cargos del Ministerio del Interior, han venido a sumarse a las noticias que desde 1983 vinculan al mencionado grupo con determinados aparatos del Estado español.Esa tesis o suposición, lejos de apoyarse en, meras especulaciones fantasiosas, hunde sus raíces en varios indicios objetivos. Así, no es una especulación, sino una realidad reconocida por el director general de la Seguridad del Estado, que las placas de matrícula del vehículo cuyos ocupantes se entrevistaron en junio de 1984 con un presunto dirigente de los GAL en la frontera franco-española de Ibardin figuraban entre las asignadas a los coches camuflados utilizados por los servicios de información del Ministerio del Interior. Por otro lado, las declaraciones de buena parte de las personas que en los últimos años han sido detenidas por la policía francesa bajo la acusación de colaborar con los GAL, las revelaciones de la viuda de Jean-Pierre Cherid, fallecido cuando preparaba un atentado contra miembros de ETA en Biarritz, y las manifestaciones de antiguos confidentes de la policía española aportaron otros tantos datos en el mismo sentido. Ninguno de estos indicios puede considerarse concluyente, y las personas e instituciones puestas en cuestión tienen derecho a la presunción de inocencia. Pero, precisamente por eso, cuesta trabajo aceptar, tras esa acumulación de referencias inculpadoras, la ausencia de una investigación seria, o en todo caso eficaz, por parte de las autoridades españolas para esclarecer las sospechas. Con esta inhibición, voluntaria o no, los datois parecen cobrar un nivel más significativo, y para cualquier observador sería motivo de recelo la actitud oficial de querer ampararse en la falta de pruebas cuando su acción en el terreno de la investigación se ha revelado en la práctica nula.

En estas condiciones, desconfiar de las torpes exculpaciones administrativas -como la del director general de la, Seguridad del Estado cuando explicó el incidente de Ibardin alegando que los terroristas de ETA acostumbraban a utilizar en sus vehículos matrículas correspondientes a coches camuflados de la policía- es no sólo un derecho de la inteligencia, sino una obligación moral de quienes defienden los principios de un Estado de derecho.

Porque si el problema es judicial, también lo es ético y político. Sin duda, es más dificil combatir el terrorismo desde las exclusivas armas de la democracia y el Estado de derecho que desde el arbitrismo autocrático, como muy bien saben los propios terroristas. Pero no menos cierto es que la democracia se debilita cuando, en aras de la eficacia, se desviste de condición moral y utiliza no importa qué medios para combatir la violencia. Más concretamente: de nada sirve derrotar a ETA o a cualquier otro grupo terrorista si la democracia misma se deja derrotar mediante la asunción como propios de los métodos y valores de aquéllos. Desde el momento en que en terreno tan delicado se renuncia a las convicciones, son los terroristas y su catadura moral los potenciales triunfadores en la sociedad civil.

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Que este peligro existe lo abona el hecho de que algún sector de la población española, incluso autoidentificado con los valores y principios democráticos, contemple con indiferencia o complacencia los desmanes de los GAL y asuma el "ojo por ojo" como una fórmula coherente y plausible de tratar el conflicto. Razonamientos cínicos como el de que "eso se hace, pero no se dice", o bien "la idea es buena, pero la realización, torpe" etcétera, dejan traslucir hasta qué punto una parte de la sociedad española tiene todavía interiorizados mensajes del poder autocrático y no pondera, en consecuencia, el profundo deterioro que de ahí se deduce para una organización civilizada.

Muy dudoso es, además, por razones complementarias, que las operaciones de los GAL resulten eficaces para el desmantelamiento de ETA. Su acción ha recrudecido siempre las respuestas violentas y, lo que puede considerarse tanto o más grave, ha extendido un sentimiento de repulsa que ha podido, en algunas zonas, radicalizar posturas y capitalizarse en favor de las bandas etarras. La acción de los GAL, en la medida en que se relaciona con una fracción del Estado, tiene el siniestro efecto de "explicar" la violencia terrorista y de desacreditar, por su misma dinámica, al poder legítimamente establecido.

La cuestión es de tal magnitud que resulta intolerable la pasividad de que hacen gala los responsables políticos. Porque las sospechas que relacionan a los GAL y a una parte del aparato estatal crecen y no se han despejado nunca con la necesaria nitidez, urge ya una iniciativa parlamentaria. Una iniciativa en la que nadie debería sentirse más interesado que el Grupo Socialista y en la que habrá de exigirse al Ejecutivo tanto una investigación a fondo de las tramas que se ocultan en los llamados Grupos Antiterroristas de Liberación como una explicación de las pesquisas que hasta ahora se hayan realizado.

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