Tribuna:

Franco son los demás

Le odio. Yo es que le odio. Y cuanto más lo pienso, más le odio. Me temo, además, que empieza a ser un odio exclusivamente visceral. Ha dejado de interesarme todo aquello que racionalice mis sentimientos en el caso de que hiciera falta. ¿Es que cada vez que pase una década o un quinquenio o un trienio vamos a tener que reflexionar, analizar, estudiar, incluso asimilar esa etapa que es prácticamente mi vida entera? Qué estúpida trampa es ésta de manifestar cuánto abominas a alguien para detener la atención en ese alguien.El abominable empezó siendo para mi generación un señor bajito y de...

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Le odio. Yo es que le odio. Y cuanto más lo pienso, más le odio. Me temo, además, que empieza a ser un odio exclusivamente visceral. Ha dejado de interesarme todo aquello que racionalice mis sentimientos en el caso de que hiciera falta. ¿Es que cada vez que pase una década o un quinquenio o un trienio vamos a tener que reflexionar, analizar, estudiar, incluso asimilar esa etapa que es prácticamente mi vida entera? Qué estúpida trampa es ésta de manifestar cuánto abominas a alguien para detener la atención en ese alguien.El abominable empezó siendo para mi generación un señor bajito y de aspecto bonachón que cada vez que aparecía en el NODO provocaba una ovación -quizá sólo un aplauso- en los espectadores. Yo no sabía muy bien quién era; simplemente me extrañaba que le aplaudieran sólo a él y al Séptimo de Caballería. ¡Eran tan distintos! Al menos de aspecto. Poco a poco, a esa imagen inofensiva le fui aplicando una voz poco agraciada pero igualmente inofensiva. Jamás se me ocurrió relacionar al abominable con mi padre, las monjas o mis amígdalas. Ya se encargaron los tres de que tardara bastante en ponerme a pensar por mi cuenta.

Con el paso de los años, de mis años, aquel sujeto seguía impertérrito, como un sello de correos. Envejecía, pero nunca movió la mano más de lo previsto, jamás debió sonreír; su imagen podía ser la caricatura de un extraterrestre. Pero nosotros sí cambiamos. Aprendimos a hablar, a leer, a pensar; incluso, con grandes dificultades, a amar. Y llegaron los años de asfixia, porque en este país ni Siquiera se podía respirar. Y luego, lentamente, los de la ansiedad. Se tenía que morir porque hay situaciones que sólo tienen salida si alguien se muere. Vivimos, viví, años de zozobra interminable. Tal era la angustia que producía su dilatada desaparición que ni siquiera quedaba lugar para el miedo. El miedo a saber qué ocurriría después. Su muerte fue indigna de un dictador. Fue una muerte intolerable. Si al menos hubiera tenido algo de heroica... Pero no. Todo lo contrario. Cuando años después hemos podido ver las inefables fotos de ese despojo humano agonizante, conectado a un enjambre de cables, con la mandíbula fláccida y la expresión seca, traslúcida y moribunda, ¿qué hemos, qué he podido sentir? ¿Comprensión?, ¿pena? Sólo una terrible duda: ¿fue posible que ese conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno anidara en una sola persona? Imposible. Había más. Mucho más. El abominable no era sólo un general -el Ejército, por suerte, es otra cosa-: eran todos aquellos cables que le mantenían pegado como un sello a un régimen dictatorial. Después de 10 años no me creo que sólo él decidiera, que sólo él mandara aunque sólo él firmara. No, él no podía ser suficiente para no dejamos lugar a la vida, la ternura y la libertad. Franco eran los demás, pero todos murieron el mismo día.

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