Tribuna:

Otra lección del Rey

Hay temas que, por traídos y llevados, por servir fatalmente a intereses un tanto sórdidos y por ser presa ideal para la retórica vacua y palabrera, acaban perdiendo su auténtico perfil y disolviendo su identidad hasta confundirse en la nada cotidiana, de donde no hay quien se atreva ya a recogerlos para retornarlos al lugar que en verdad les pertenece. Tal es el caso de las relaciones de España con las Repúblicas de América que fueron antaño territorio de la Corona española.No hace mucho tuve ocasión de leer en las páginas editoriales de este periódico un artículo, excepcionalmente sereno y b...

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Hay temas que, por traídos y llevados, por servir fatalmente a intereses un tanto sórdidos y por ser presa ideal para la retórica vacua y palabrera, acaban perdiendo su auténtico perfil y disolviendo su identidad hasta confundirse en la nada cotidiana, de donde no hay quien se atreva ya a recogerlos para retornarlos al lugar que en verdad les pertenece. Tal es el caso de las relaciones de España con las Repúblicas de América que fueron antaño territorio de la Corona española.No hace mucho tuve ocasión de leer en las páginas editoriales de este periódico un artículo, excepcionalmente sereno y bien pensado, sobre este asunto que, a todos los que hablamos español y, queramos o no, estamos nutridos y formados a la sombra del árbol ibérico, obliga nuestra atención con preferencia a mucho otro de interés transitorio que no nos atañe tan esencialmente.

Como iberoamericano -colombiano, por más señas- puedo testimoniar, por propia experiencia, que la imagen de España, de su pensamiento, su historia, sus letras, su paisaje, estuvo siempre presente en todos los ámbitos en donde transcurrieron esos años formativos que deciden nuestro destino: en la familia, en el colegio, en las tertulias adolescentes, durante las vacaciones con camaradas de colegio y universidad. En esa gozosa orgía juvenil de lecturas, intereses y sueños compartidos, España y sus gentes fueron uno de nuestros temas capitales. Más tarde, en mis correrías por esta América criolla, he podido constatar que esta experiencia de vivir lo español era común. De más está decir que esa desvelada atención por las cosas de España la heredamos de nuestros padres y de nuestros abuelos y la transmitimos, luego, a las generaciones siguientes. Una voluntad de conocer, asimilar, conservar y prolongar lo español ha sido siempre más honda y más determinante que toda otra curiosidad que ocupó nuestra juventud. Francia e Inglaterra fueron tierras extrañas, sueños de utilería para señoritos finiseculares. Ni siquiera la vecindad con Estados Unidos y la ominosa sombra que proyecta la "american way of life" sobre nuestro continente, a través de medios tan ladinos y persuasivos como el cine, las revistas gráficas y, desde hace más de 30 años, la televisión, han logrado reemplazar en nuestra América hispana la impronta peninsular.

Cuánto contribuyó y sigue aún contribuyendo a esta primacía el aporte caudaloso de la emigración española a raíz de la guerra civil es cosa que valdría, ya lo dije en estas columnas en otra ocasión, poner alguna vez en claro. Cuando se piensa, para limitarnos al campo editorial, lo que Losada en Buenos Aires y el Fondo de Cultura Económica en México han conseguido en el campo de la educación y la cultura merced al aporte de filósofos, artistas plásticos, catedráticos, impresores y operarios españoles exiliados por la contienda no se puede menos de reconocer que la contribución hispánica, en este caso, tiene una dimensión excepcional y un germen formativo sin antecedentes en nuestros escasos 150 años de vida como repúblicas.

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Es por esto que esfuerzos tan desviados por su torcida intención política y su desaprensiva ignorancia de nuestra verdadera personalidad, como lo fue el que durante 40 años de franquismo se nos intentó inocular bajo el abusivo nombre de hispanidad, no sólo nada consiguieron, sino que, por reacción natural, más hondamente fortalecieron en Hispanoamérica los lazos que nos unen con la verdadera España, la de siempre, la que nos da nombre y signa nuestro destino. De allí mi escepticismo de que una iniciativa oficial, una intención y propósito nacidos por decreto, sean los que vayan a servir a España para recoger un día la generosa cosecha que sembró en América y a ésta continuar escuchando la milenaria lección ibérica. La burocracia ha sido siempre, en este campo, pésima consejera. Que lo digan, si no, el padre De las Casas, don Francisco Miranda y el botánico gaditano, mi andariego e ilustre antepasado don José Celestino Mutis, amigo de Humboldt y de Linneo, y permanente dolor de cabeza de la Administración virreinal. El camino no es por ahí.

En cambio, creo que ya cumple señalar la forma particularmente afortunada y lúcida como el Rey de España, don Juan Carlos I, ha sabido, durante sus viajes a nuestro continente, establecer un diálogo y una atmósfera familiar y realista para el estudio de nuestros comunes problemas, propósitos y soluciones, al margen de toda retórica protocolaria y de toda convencional y estéril rutina diplomática. He coincidido, por afortunado azar, con tres visitas de los Reyes de España en otros tantos países iberoamericanos. Es admirable constatar cómo el Rey don Juan Carlos I ha encontrado, desde el primer momento, el tono justo, convincente y directo para expresar sus ideas y asimilar las nuestras. Hay en el Monarca español una natural y cálida disposición para entender nuestras viejas querellas, nuestra vocación hispánica, nuestra ya secular lucha por construir un destino a la medida de nuestros dones y de nuestras carencias. Esta disposición del Rey se hizo más patente aún en su reciente viaje a Buenos Aires. Allí mostró, una vez más, por dónde y cómo debe España acercarse a nosotros para compartir un camino que no se halle obstruido por la asfixiante retórica tartufa, ni por el tóxico espejismo de cruzadas que recordamos más bien como verbenas lamentables. El rey don Juan Carlos I ha marcado la pauta de cómo se puede y se debe dialogar con Hispanoamérica. Ahora, los españoles tienen la palabra.

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