Tribuna

Andrei Gromiko entra en la eternidad

La suave y digna salida de Andrei Gromiko del Ministerio de Asuntos Exteriores soviético prueba que la inmortalidad existe. El ministro vitalicio ingresó verdaderamente ayer en la eternidad con su nombramiento de presidente del Soviet Supremo, jefe de Estado de la URSS.Gromiko, nombrado ministro de Exteriores en 1957 por Nikita Jruschov, se inició en el servicio del Estado a comienzo de los años cuarenta con Vyacheslav Molotov, el diplomático de Josif Stalin; en 1943, cuando sólo tenía 30 años, llegaba a Washington como embajador en Estados Unidos, y desde entonces ha tratado con todos los pre...

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La suave y digna salida de Andrei Gromiko del Ministerio de Asuntos Exteriores soviético prueba que la inmortalidad existe. El ministro vitalicio ingresó verdaderamente ayer en la eternidad con su nombramiento de presidente del Soviet Supremo, jefe de Estado de la URSS.Gromiko, nombrado ministro de Exteriores en 1957 por Nikita Jruschov, se inició en el servicio del Estado a comienzo de los años cuarenta con Vyacheslav Molotov, el diplomático de Josif Stalin; en 1943, cuando sólo tenía 30 años, llegaba a Washington como embajador en Estados Unidos, y desde entonces ha tratado con todos los presidentes nortearnericanos de Franklin Roosevelt a Ronald Reagan. De igual manera, ha servido a todos los líderes soviéticos menos al fundador, Lenin, que tuvo dos ministros de Exteriores: Litvinov y Chicherin. Tras el breve interregno de Shelepin no ha habido hasta la fecha otro jefe de la diplomacia soviética que Gromiko.

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En su larga carrera contribuyó a redactar la carta de las Naciones Unidas y tomó parte en las conferencias de Teherán (1943),Yalta y Potsdam (1945), que fraguaron el mundo de la posguerra. Mientras Gromiko trabajaba con los grandes de la Tierra, Roosevelt., Churchill y Stalin, Ronald Reagan era un actor principiante en Hollywood, la primera ministra británica Margaret Thatcher estudiaba en Oxford y el líder soviético Mijail Gorbachov cursaba la secundaria en un instituto del sur de Rusia.

Con Jruschov, el longevo ministro era el augusto de una pareja de cómicos. Serio, imperturbable, con una mueca de doliente resignación ante las pullas de su líder, basaba su calidad para la supervivencia en ser a la vez invisible e imprescindible. En el complejo entramado político de la nomenklátura soviética, Gromiko carecía de un aparato propio, de una base de poder territorial o de función. Nadie había llegado tan alto con tan pocos soportes. Por eso no era de temer aquel oficinista astuto y laborioso que vivía de un despacho a otro, de una sede de conferencias a un nuevo edificio de cristal y acero. Se dice que durante los últimos 30 años habrán sido contadas las veces que el ministro ha pisado la calle, conversado con un transeúnte, frecuentado cualquier voz o ambiente ajeno a los pasillos en los que ejercía su función. Esa capacidad de no existir más allá de los memorandos y el papel carbón de su oficina, junto a su implacable conocimiento de los expedientes y la tenacidad inteligente y disciplinada con la que ponía en táctica la estrategia del prójimo, garantizaban su continuidad. Con Jruschov y los primeros años de la era Breznev, Gromiko era el mejor amigo del hombre.

Deliberadamente opaco

Esa capacidad deliberadamente opaca empezó a evolucionar a comienzo de los años setenta. En 1973 sus desvelos se veían recompensados con el nombramiento como miembro del Politburó, lo que le daba acceso al areópago donde se formula la política además de ejecutarla. Al mismo tiempo, el decaimiento físico de Breznev, en la fase jovial de su culto de la personalidad, fue propulsando a Gromiko a un primer plano. Los paréntesis de somnolencia de Leonid los tenía que puntear Andrei con su horror al tiempo muerto; los excursos del líder, a falta no ya de un dato sino de un capítulo entero de la lección negociadora, tenían su apropiado apuntador propulsado de la concha al butacón de al lado. Así, con la elección de Andropov a comienzos de 1983, Gromiko tenía tanta historia por detrás y el nuevo líder tan poca por delante, que la era del ministro eterno mal podía interrumpirse. El penúltimo dirigente, Konstantín Chernenko, parálisis entre dos reformadores, estaba encantado de que su ministro de Exteriores fuera aún más viejo que él.Aunque muy diferente a otros dos grandes segundos de este tiempo, Henry Kissinger y Zhou Enlai, no ha dejado de tener Gromiko rasgos comunes con quienes en buen número de ocasiones hubo de tratar. Con el secretario de Estado norteamericano ha compartido una convicción profunda: negociar la paz amenazando si falta hiciera con la guerra, la búsqueda infatigable de una posición de fuerza y el minucioso conocimiento del ajedrez de la negociación. Kissinger le desbordaba en teoría, infraestructura de la historia y apetito por los reflectores, pero en el terreno de juego eran por un igual dos centrocampistas inagotables. Con el primer ministro chino ha tenido en común la capacidad de flotación, la equidistancia entre las diversas fuerzas que sin cesar se plegaban y desplegaban en torno a la cúspide del poder, y también una cierta disposición para el humor sardónico, como cuando dijo en conferencia de prensa que puesto que Occidente no quería contar los misiles británicos y franceses en las conversaciones para la reducción de armas nucleares, cuando se dispararan éstos contra Moscú bastaría con pintarles en el morro la leyenda: ""Éste no vale". De Zhou le faltaba la estirpe antigua y sedimentada, el saber humanístico de otra generación. Con Gorbachov, Andrei Gromiko pasa a los 75 años a un puesto largamente protocolario, salvo cuando coincide en la persona del secretario del partido, pero el hecho de que el veterano ex ministro retenga su puesto en el Politburó impide que se hable de una jubilación con banda y pasacalle. Su experiencia y su pasado le garantizan una voz, la del arconte en la antigua Grecia, en la formulación de los designios exteriores. Ello no quita sino explica que Mijail Gorbachov quiera ser su propio ministro para el mundo y pueda decir ahora que de verdad comienza una nueva era en el poder soviético.

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