Editorial:

Los primeros 40 años

UNO DE Ios pasatiempos más inútiles de las últimas décadas ha sido la crítica sistemática de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el 40º aniversario de cuya creación se cumple hoy, 26 de junio. Los argumentos en contra de la utilidad de la ONU son bien conocidos. Y es cierto que en muchos casos atienden a razones y no a simples prevenciones ideológicas o prejuicios políticos. En el repertorio hay que reseñar las afirmaciones de que la organización mundial se ha convertido en un gigante burocrático que cuesta mucho más a los contribuyentes de lo que reporta en solución de los pr...

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UNO DE Ios pasatiempos más inútiles de las últimas décadas ha sido la crítica sistemática de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el 40º aniversario de cuya creación se cumple hoy, 26 de junio. Los argumentos en contra de la utilidad de la ONU son bien conocidos. Y es cierto que en muchos casos atienden a razones y no a simples prevenciones ideológicas o prejuicios políticos. En el repertorio hay que reseñar las afirmaciones de que la organización mundial se ha convertido en un gigante burocrático que cuesta mucho más a los contribuyentes de lo que reporta en solución de los problemas mundiales; es un foro en el que las potencias menores no tienen mayor interés que el de airear y sublimar por la palabra sus querellas e intemperancias diversas; y es un mero club de debates en un mundo que se expresa de una forma ante el podio de los oradores y de otra bien distinta en la arena de la confrontación internacional.Pero aun reconociendo que puedan estar fundadas, todas esas afirmaciones pierden de vista que la ONU es una expresión de la realidad y que la organización, lejos de estar alejada de ella, se ve maniatada por la misma naturaleza de esa realidad. En un mundo que se iba haciendo bipolar, relativamente: controlado por las potencias occidentales, se producía en los primeros años de existencia de la organización una situación de bloqueo entre los intereses de las dos grandes potencias; en un mundo inaugurado por las independencias del Tercer Mundo a partir de los años sesenta, la ONU ha ido adquiriendo un carácter especialmente reivindicativo, que pone en la picota al mundo occidental y muy en particular a EE UU. Las secuelas de un pasado colonial no serían ajenas a ese clima exasperado. Pero, en líneas generales, esa irritación que produce en Occidente la retórica manejada por los Estados del Tercer Mundo hay que explicarla a partir del deterioro de la convivencia mundial y del ahondamiento paulatino de las diferencias económicas entre los países industrializados y los países subdesarrollados en el marco de la confrontación entre las dos grandes potencias.

En el artículo segundo, párrafo primero, de la carta fundacional de la ONU se establece como principio "la igualdad soberana de todos sus Estados miembros", y esa aspiración de igualdad, tan desmentida por la realidad más allá del foro en el que un Estado es igual a un voto, es la que da ese tono áspero a unos debates en los que al menos durante el tiempo que cada país miembro ocupa la tribuna de los oradores los grandes no tienen más derechos que los pequeños.

Todo ello nos lleva a sospechar que, incluso si no funciona, caso de que la ONU no existiera, habría que inventarla. Entre sus nada escasos méritos figura el de haber contribuido a mantener un foro internacional de discusión para todas las querellas, algo más que un hilo de comunicación aun en los peores momentos de la guerra fría entre la URSS y EE UU, y un terreno común en el que determinadas actitudes como el racismo del apartheid o la adquisición de territorios por medio de la conquista, para citar sólo algunos ejemplos, han merecido una mayoritaria condena internacional. La ONU no es ni siquiera un proyecto de gobierno mundial, y, de la misma forma que el derecho de gentes tiene el valor que los Estados miembros de la comunidad internacional quieran otorgarle, las recomendaciones de la organización, sus condenas o sus iniciativas de cualquier tipo tienen la efectividad que deseen prestarle los países afectados. No es empeño vano, pese a todo, lo conseguido por las misiones pacificadoras de la organización desde el Congo al Sinaí. Para valorar lo que ha significado la existencia de la ONU en esas y otras muchas coyunturas de los últimos 40 años deberíamos haber vivido esas cuatro décadas sin la organización internacional. El mundo no hubiera sido mejor: estamos seguros.

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En tiempos de fatiga histórica para la idea y práctica de la diplomacia, de escepticismo aposentado en lo que parece una crisis permanente y que no es sino el reflejo de unos desacuerdos mundiales inscritos en la propia realidad, la ONU, poco o mucho, es todo lo que hemos sido capaces de crear como sistema de relaciones internacionales.

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