Editorial:

Bitburg, una pequeña ciudad de Alemania

HAY PERSONALIDADES que quizá hacen la historia, pero es mejor que no hablen de ella. Una de estas figuras es la del presidente norteamericano, Ronald Réagan, cuyos conocimientos del acontecer menos lejano, como es la II Guerra Mundial, parecen producto de una lectura del Reader's Digest, pese a la decisiva participación que en la misma tuvo su propio país, EE UU.Hace algunas semanas, el primer mandatario norteamericano se explayaba en unas consideraciones acerca de la posición de EE UU en la guerra civil española, muy respetables sin duda, pero escasamente comprensibles en una persona d...

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HAY PERSONALIDADES que quizá hacen la historia, pero es mejor que no hablen de ella. Una de estas figuras es la del presidente norteamericano, Ronald Réagan, cuyos conocimientos del acontecer menos lejano, como es la II Guerra Mundial, parecen producto de una lectura del Reader's Digest, pese a la decisiva participación que en la misma tuvo su propio país, EE UU.Hace algunas semanas, el primer mandatario norteamericano se explayaba en unas consideraciones acerca de la posición de EE UU en la guerra civil española, muy respetables sin duda, pero escasamente comprensibles en una persona de su posición. Paralelamente, accedía a una petición del canciller de la República Federal de Alemania (RFA), Helmut Koffi, para que visitara un cementerio alemán en el que se hallan enterrados combatientes de aquella guerra. De un lado, el canciller alemán occidental atendía a sus necesidades de política interior al hacer esta petición y apuntaba, de otro, a un deseo de dar por enterrada aquella contienda y la división con que dejó surcada a Europa la barbarie hitleriana, lo que también es una pretensión respetable o, cuando menos, comprensible en un dirigente de la RFA que por su edad no participó en la lucha. Ocurre, sin embargo, que en ese cementerio, inadvertido o no de las autoridades de la RFA, hay un cierto número de tumbas de combatientes no sólo alemanes, sino señaladamente nazis, miembros algunos de ellos de las unidades de elite hitlerianas, las ominosas SS.

Si a la fácil aquiescencia de Reagan a visitar el cementerio nazi añadimos su negativa anterior -posteriormente enmendada- a visitar un campo de exterminio en la misma RFA durante su próximo viaje a Europa tendremos todos los ingredientes de una crisis doméstica en la que el importante peso de la comunidad judía norteamericana se ha dejado sentir de una manera unánime en contra de la decisión del presidente, al tiempo que numerosas voces se alzaban en Europa contra visita tan mal aconsejada.

Aunque parece que aún puede hallarse una fórmula para que Reagan salve la cara y no tenga que afrentar a los caídos en la lucha contra la barbarie nazi visitando las tumbas del cementerio de Bitburg, la pequeña crisis no ha dejado de crear un grave malestar en las relaciones entre EE UU y la RFA. Fuertes presiones norteamericanas se han dejado sentir sobre la cancillería federal para que Kohl solicitara la anulación del recorrido por el campo santo, sin que éste se avenga hasta el momento. Es evidente que Reagan se ha arrepentido sobradamente de su ligereza, pero tampoco desea ofender a su excelente aliado alemán occidental entonando el donde dije digo, digo Diego.

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Existen fórmulas para demostrar que el pasado, pasado está, y que la RFA esun asociado a parte entera del mundo occidental, pero ninguna de ellas pasa por honrar a los asesinos del nazismo. En definitiva, todo el revuelo se reduce a una necia agitación en un vaso de agua, y nada esencial debería quedar comprometido por este faux pas, pero no deja de ser inquietante la falta de sensibilidad del titular de la Casa Blanca por sucesos tan recientes que están en la memoria de todos. Una cosa es perdonar barbaries diversas, comprender que no toda Alemania, como idea de nación, es responsable de lo que ocurrió hace sólo medio siglo, y otra muy distinta cohonestar con una visita de respeto a los representantes de aquel ultraje a la civilización. El olvido en este caso no sería una virtud.

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