Tribuna:

Catalanes en León

Cuando apenas apunta primavera aparecen todos los años los primeros viajeros por tierras de León. Suelen ser franceses y catalanes sobre todo, a los que el frío no asusta, aparte de los espeleólogos, que, quizá, bajo tierra, confunden los veranos calurosos con la mirada helada de embalses y pantanos. Llegan, como en tiempos del Camino de Santiago, para dormir en la ciudad y, tras echar un vistazo a sus monumentos principales, seguir su camino particular, que a veces abarca la región entera, como en busca de algún antepasado suyo, un antiguo negocio, alguna vieja industria, como las que fundara...

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Cuando apenas apunta primavera aparecen todos los años los primeros viajeros por tierras de León. Suelen ser franceses y catalanes sobre todo, a los que el frío no asusta, aparte de los espeleólogos, que, quizá, bajo tierra, confunden los veranos calurosos con la mirada helada de embalses y pantanos. Llegan, como en tiempos del Camino de Santiago, para dormir en la ciudad y, tras echar un vistazo a sus monumentos principales, seguir su camino particular, que a veces abarca la región entera, como en busca de algún antepasado suyo, un antiguo negocio, alguna vieja industria, como las que fundaran antaño en Galicia, cara al mar, destinadas a guardar su cosecha en latas repletas de aceite dorado. Tampoco buscan el oro de las Médulas, ni el del río Sil; estos nuevos viajeros no entonan sus plegarias como sus precursores medievales, sus afanes son otros, más orientados a los caminos del arte, en los que tanto tiene que ofrecer León.Quizá atraiga a estos nuevos viajeros de hoy el agudo contraste con su tierra y su gente, los unos altivos, los otros realistas y a la vez amantes de los mitos, lo cual no explica del todo los intereses de unos otros por llegar a conocerse mejor. El mar, como se sabe, cuando no separa hace acercarse, respetarse, llegarse a entender, y aunque León no tiene mar, atraerá siempre a los paisanos de Gaudí como a él antes de dar sus frutos con el modernismo, llevándole a la cima de una concreta vocación universal.

El autor de La Sagrada Familia, a quien no pasa día sin que en algún lugar del mundo se reconozca un nuevo mérito, el más insigne arquitecto español desde tiempos de Herrera, llegó a la ciudad de la mano de la Iglesia, por obra y gracia de un encargo de su amigo de Reus Juan Bautista Grau, a la sazón obispo de Astorga. Como sus sueños cabalgaban más aprisa que las realidades, su encargo de trazar los planos del palacio episcopal se hallaron pronto terminados y tras de solicitar fotografías del solar y de los materiales que la ciudad podía facilitar.

Pasaron meses al ritmo de la villa insigne, habituada más que a correr a sestear, poco dispuesta a acelerar su vida y alterar sus costumbres por culpa de un arquitecto, que además era catalán. Gaudí hervía en la impaciencia de los jóvenes, hasta que un día tomó el tren dispuesto a comenzar, llegando a la lejana capital de provincia en uno de aquellos primeros trenes, recibidos con tales entusiasmos y recelos en todos los pueblos que los vieron pasar.

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Llegó a León y luego a Astorga. ¿Cómo era León entonces? Otro ilustre maestro de Levante retratará a su paso la ciudad. León, afirma, no tiene el aspecto de poblachón medio muerto, de museo, que suelen ofrecer tantas otras capitales a la sombra de catedrales vetustas, entre claustros, almenas y dorados sillares; no aparecen sus calles desiertas, ni sus plazas pobladas sólo en días de feria; no tiene ese aspecto de que su momento mejor lo llevaron otros siglos consigo, no está muerta, en resumen, sino viva y dispuesta como esas mujeres en sazón aún a pesar de que pasaron sus años mejores. Así debió de conocerla Gaudí: un poco más grande que Astorga y también más abierta. Aún se le recuerda por allí en sus trabajos y sus días, en sus luchas soterradas con vetustos canónigos, que veían alzarse asustados aquel nuevo palacio del obispo, no lejos de la capital, convertido no en severo edificio tradicional, sino en un pequeño castillo del Medievo. Sin duda opinaban como aquel viajero alemán, quien tras haber conocido Barcelona aseguraba en su país que el tal Gaudí construía en su ciudad casas para dragones.

En Astorga el arquitecto dirigió en persona las obras del pórtico, versión moderna de un sueño más o menos gótico, que el obispo sólo vería terminado más allá de la muerte, que precipitaría la vuelta del amigo a Barcelona, retrasando los trabajos en tanto crecían las disputas con el cabildo hasta hacer al arquitecto abandonar, dejando acabarla a otros maestros más eclécticos.

Sin embargo, es tal la personalidad de su autor que va más allá de cualquier modificación, dejando ver su impronta frente a la vieja catedral, cara a cara los dos edificios sin querer ser más la nueva sede episcopal, pero tampoco menos.

Según explica Martín González, su salón central, distribuyendo las estancias en torno, confiere al edificio un carácter moderno y no puramente historicista, más original que el exterior.

A su paso por el viejo reino de León supo Gaudí unir lo religioso con lo profano, de igual modo que fundió lo antiguo y lo moderno. Así traza los planos de la Casa Botines para la capital, almacén de tejidos alzado por emprendedores catalanes en pleno corazón de la meseta. Aquel nuevo emporio mercantil no llevará muros de carga. Su fachada, como en Astorga, no estorba a los demás estilos. Sus torrecillas en los ángulos y el foso que da luz a sus sótanos fueron causa en su día de encendidas, cuando no enconadas, disputas, que llevaron el nombre del autor por las regiones en torno. Hoy, que los edificios duran tan poco en materia y espíritu, importa señalar cómo los de Gaudí se mantienen frente a velos de cierzo, desafiando calores imprevistos.

Así, la fama de Gaudí no merma, sino que crece, gracias en parte a las nuevas formas de difusión, capaces de poner al alcance de todos lo que antes fue fortuna de unos pocos. Quizá a ello se deba el interés que, tras maravillar a media Europa, despiertan hoy sus obras en Japón, el porqué los japoneses no se asombran demasiado cuando se topan con ellas en sus paseos por las dos villas. Vienen aquí, sobre todo, a practicar castellano en sus cursos de verano, influidos por leoneses que en su patria les enseñaron su arte siguiendo la huella de tantos obispos misioneros.

Por ello, cuando aquí, en la meseta, los almendros florecen, llegan los hijos del emperador de Oriente, con su máquina de retratar en ristre y su inevitable magnetófono a mano. Escuchan con respeto cuando se les explica, ríen, son amables, todo les interesa, y más que nada, los libros.

Son como nuevos discípulos en los que Oriente y Occidente se confunden, como si el ayer y el hoy unieran destinos y perfiles diferentes, unidos por el saber de un arquitecto a caballo entre dos siglos, para siempre.

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