Tribuna:

Dios nos coja confesados

Una breve estadía en Estados Unidos me ha permitido presenciar la campaña en curso para las próximas elecciones presidenciales; y presenciarla desde mi habitación, porque, en la sociedad contemporánea, lo que antes era ajetreado movimiento de los candidatos en procura del contacto con sus electores se ha tornado ahora en una comunicación no menos efectiva como directa, aunque a través de los medios electrónicos, en particular a través de la televisión, que, al introducir en cada hogar la imagen, la voz y el gesto del postulante, restablece aquel viejo conocimiento personal de quienes han de em...

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Una breve estadía en Estados Unidos me ha permitido presenciar la campaña en curso para las próximas elecciones presidenciales; y presenciarla desde mi habitación, porque, en la sociedad contemporánea, lo que antes era ajetreado movimiento de los candidatos en procura del contacto con sus electores se ha tornado ahora en una comunicación no menos efectiva como directa, aunque a través de los medios electrónicos, en particular a través de la televisión, que, al introducir en cada hogar la imagen, la voz y el gesto del postulante, restablece aquel viejo conocimiento personal de quienes han de emitir los votos con el individuo que los solicita.En efecto, la televisión ha llegado a ser el foro político decisivo. Y por eso toda la lucha electoral está centrada aquí en las confrontaciones de los contendientes, el presidente Reagan y Walter Mondale, ante la vista de la nación entera. A partir de ellas, y con referencia a sus resultados, van formándose las oleadas de opinión pública que, en seguida, procurarán medir y reducir a porcentaje los profesionales de la encuesta.

Desde el comienzo, aunque cada vez con menor grado de seguridad, venía pronosticándose el triunfo del actual presidente, y esto sobre la base de diversas consideraciones, pero ante todo en atención al factor objetivo que representa la recuperación económica ya iniciada. Aquí, como en cualquier otro país, propenden las gentes a atribuirle a sus gobernantes -tal es la veneración que el poder inspira- tanto lo bueno como lo malo que pueda sobrevenir, aunque en ello haya tenido poco o acaso nada que ver la acción del Gobierno; y así como oímos protestas airadas contra el desempleo o pedimos a las autoridades que impidan la subida de los precios (¿por qué no también los terremotos e inundaciones?), de igual manera el comienzo de recuperación que está experimentando la economía mundial es atribuido a la virtud de medidas administrativas ensayadas con vacilante incertidumbre y resultados tal vez favorables, quizá contraproducentes, pero de ningún modo decisivos, adoptadas bajo la presidencia de Reagan. Todos, pues, sin excluir a sus más inconciliables adversarios, daban por inevitable su reelección en los comicios del 6 de noviembre.

Seguridad tal ha comenzado a debilitarse desde la primera confrontación de los candidatos, transmitida mediante la pantalla televisiva. En ese primer encuentro la imagen de Reagan quedó literalmente deshecha. Balbuciente, inconexo, el presidente de Estados Unidos ofreció un penoso espectáculo de desorientación e ignorancia. Su actuación fue, en suma, tan desdichada que de inmediato hubo de surgir la cuestión acerca de su edad como tema de debate público. Al discutirlo, ha habido quienes sostienen que su estado de decadencia mental lo inhabilita para dirigir los destinos de la nación y del mundo, y quienes sostienen que no hay tal decadencia, que su incapacidad no proviene de la vejez, que él siempre y en todo tiempo fue así, sólo que en esta ocasión ha quedado expuesto sin las coberturas protectoras que una posición de poder procura siempre.

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Como es sabido, la confrontación de los candidatos estaba proyectada y se ha efectuado en dos encuentros; y el segundo de estos encuentros, aunque esta vez la actuación del consumado actor Reagan no haya sido tan mala, confirma la impresión dejada por el primero. Este espectador neutral que soy yo debe confesar que el debate le produjo estremecimientos de terror y gran consternación; pues, Señor, ¡en qué manos estamos! ¡De quién depende el destino de la humanidad!

La ulterior reflexión de que, al fin y al cabo, también el imperio de los césares cayó un día en manos de imbéciles trae consuelo vano y fútil confortación, pues enseguida piensa uno que aquel imperio había impuesto al mundo su pax romana, y no estaba rivalizando, como el norteamericano, con otra superpotencia provista de un arsenal atómico comparable al suyo, en condiciones de arrasar el planeta en pocos instantes. Dadas estas circunstancias, la inconsciencia de quien en cualquier momento puede desencadenar la catástrofe tiene que resultar aterradora.

Esta inconsciencia es lo que el debate electoral ha denunciado sin lugar a dudas: el presidente de Estados Unidos estuvo en el segundo encuentro menos nervioso y menos torpe de palabra que en el primero; pero -y esto es lo que de veras importa- mostró no tener noción clara de lo que está manejando. Versaba la discusión, como es sabido, sobre política internacional (materia a la que, desgraciadamente, es bastante ajeno el pueblo norteamericano, como lo es también, de su parte, aunque por otras causas, nuestro pueblo español); pero una materia, sin embargo, de importancia vital en la hora presente, pues es, en efecto, cuestión de vida o muerte en esta coyuntura histórica la de establecer orden en un mundo cuya subsistencia misma se encuentra amenazada por el fabuloso progreso de las nuevas tecnologías.

Quizá en circunstancias; menos críticas pudiera parecer aceptable y aun preferible la mediocridad al genio en los puestos de dirección política; en las actuales, cuando vivimos al borde del holocausto nuclear, resulta desalentador y depresivo no descubrir en las instancias del poder una visión de conjunto, un programa creativo de largo alcance, siquiera una idea original, y sí, sólo, la más desesperante miopía intelectual. Durante los actos de confrontación para estas elecciones presidenciales el candidato Mondale ha dado la cota de una discreta y alicorta mediocridad; el presidente Reagan ha evidenciado desconocer a fondo el siniestro juguete que tiene a su disposición y no saber siquiera lo que quiere hacer con él. Ya en ocasión anterior había dado expresión pública a una necedad increíble, que su contrincante no ha dejado de refregarle por las narices: la de que, en caso de error, sería factible hacer que retrocediera un proyectil disparado desde avión o submarino; pero ahora, ante el auditorio multitudinario de la televisión, ha formulado tales inepcias a propósito de la política armamentista como para echarse a temblar y pedir tan sólo que Dios nos coja confesados. Lo patético del caso es, con todo, que el punto más grave de su confusión mental radica, si no me equivoco, en haber querido usar una de esas ideas audaces de que los actores de la representación carecen, y que alguien ha debido de brindarle en bandeja. Diré en qué fundo mi conjetura. Días atrás, un comentarista político que viene ofreciendo sus consejos al presidente en su lucha electoral, William Safire, publicó en The New York Times un ensayo titulado 'Bolt From the Blue' ('Disparo desde el cielo'), que comenzaba refiriendo cómo, tras una sesión reciente para el control de armas nucleares, un negociador ruso había dicho en conversación informal con su contraparte americano: "¿"Y si Gadafi consigue la bomba atómica?", haciendo así notar la preocupación rusa ante la eventualidad de que un Estado terrorista pueda estar en posesión de un arma nuclear. Esta anécdota le da pie al escritor para contemplar la demasiado probable perspectiva de que las bombas de terroristas suicidas sean pronto, atómicas, y considerar la posibilidad de que la tercera guerra mundial no sea la de la Unión Soviética contra el mundo libre, sino del terrorismo contra la civilización. Sugiere entonces: "La defensa del espacio daría a las superpotencias -policía nuclear mundial- la posibilidad de detectar un proyectil en camino y derribarlo antes de que destruya una ciudad". Piensa que la clave para el control de las armas ofensivas estaría en la mutua defensa de las superpotencias contra los superterroristas, y en la seguridad contra accidentes.

Es, como puede apreciarse, una especulación algo atrevida, pero no descabellada, que, dando por descontado el talante conservador que, dominan tanto a Estados Unidos como a la Unión Soviética, preconiza su entendimiento recíproco con el fin de preservar su propia supervivencia y la de un mundo organizado bajo su dual hegemonía. Conservador es, desde luego, el talante de quien la ha avanzado. William Safire fue consejero político del presidente Nixon y -como dije antes- está tratando desesperadamente de ayudar a Reagan en su campaña; en realidad, queriendo hacer que Reagan sea lo que Reagan no. es ni puede ser. Si además de escribir el mencionado artículo le ha presentado al presidente en privado, como bien pudiera ser, su idea de una futura cooperación con la Unión Soviética en la policía del espacio, ¡qué desmayo habrá sentido cuándo le oyera desbarrar en el debate público, declarándose dispuesto, en chocante contradicción con su activa y cerrada hostilidad hacia los rusos, a ofrecerles sin más la muy sofisticada tecnología militar americana? El pobre señor no había entendido nada; el pobre señor no sabe de lo que se trata.

Ahora, el cuerpo electoral decidirá.

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