Diego Puerta, a toda maquina

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Plaza de Sevilla. 27 de octubre.Festival a beneficio de la Hermandad del Rocío.

Cinco novillos de Carlos Núñez, terciados, con casta; sexto, toro de Jandilla con trapío. Uno de rejones, de Buendía, bravo.

Litri, vuelta. Diego Puerta, dos orejas. Curro Romero, protestas. Paco Camino, oreja. El Viti, vuelta. Lucio Sandín, dos orejas. El rejoneador Javier Buendía, oreja.

Un multitud se había congregado en la Maestranza, hasta llenarla a tope, para gozar las dulces blanduras de la nostalgia. En el palco del Príncipe, la Condesa de Barcelona, madre del Rey, a quien los toreros brinda ron sus toros y aplaudió el público Todo tenía un cierto sabor asolerado. Javier Buendía había lucido su toreo campero a caballo, con el alarde de la garrocha "a porta gayola", y Litri reafirmado su personalidad interpretando el litrazo, con todos sus aditamentos del cite desde la lejanía, los pases mirando al tendido, el desplante de rodillas, arrojando los trastos, cuando, inesperadamente, irrumpió Diego Puerta, a toda máquina.

El público estaba asustado y los propios toreros estaban asustados también. Puerta se dejó rozar el cuello con la larga cambiada de rodillas, se ciñó en unas verónicas de pies juntos, hasta dejó que el toro le empitonara, de puro consentir en la media verónica. En la perplejidad de sus compañeros se advertía el asombro: ¿Pero a dónde va a parar este?. Y a donde quería ir a parar Diego Puerta era al toreo, exactamente ahí. La faena de muleta fue de asombro. Derramaba casta agresiva el novillo, engallado y peleón, con aires de dominio, vocación de gallito de la manada. Puerta le citó dejándose ver, "a la distancia"; esa donde se hace el toreo auténtico. Consentía, templaba, dominaba, y el toro le pasaba ciñéndole los muslos, crecido primero, sometido después, codicioso siempre en persecución fiera del engaño. Y otra vez, la pañosa en la izquierda, para superarse en el natural, ligarlo con el de pecho, salir de la suerte airoso y pimpante. Diego Puerta, cuya torería y entrega tenía absortas a las cuadrillas y entusiasmado al público, se perfilaba para matar, y el toro volvió a engallarse, levantó la cabeza en su último reto. Pero no le valió para nada. En el volapié, el torero le obligo a humillar, echando abajo el engaño, y hundió el acero hasta la empuñadura.

Puerta había ejecutado una faena de coloso del toreo, lo mismo por el impresionante valor como por la técnica que había derrochado en ella. Los demás diestros de la nostalgia deban de poner sus motores a las máximas revoluciones, si pretendan alcanzar a ese genial Diego Puerta, lanzado a toda máquina. Para Curro Romero, que venía después, no hubo problema: con no iniciar la carrera, estaba al cabo de la calle. Salió hecho un "pinsé", de puro bonito que vestía el impoluto traje corto, y hecho un "pinsé" volvió al callejón, después de permitir que el picador le convirtiera el torito en morcillo trinchado y trapacearle por la cara su agonía, sólo para disimular su desgana.

Favor que les hizo a los que venían después, porque el vendaval Puerta ya quedaba un poco atenuado. Paco Camino ejecutó de mediocre manera el neotoreo, ese que admite alivios del pico, suerte descargada, cites ahogando la embestida, y no reclama ni estilo, ni majeza, ni alma. Sin embargo, cuando El Viti echaba abajo el capote y fijaba al toro de salida, frenando su carrera hasta clavarlo materialmente en la arena, retornó a la Maestranza el clamor de los grandes aconteciminetos. Aún lamenta la afición sevillana que aquél novillote colorao y desclasado se quedara corto en la embestida, sin seguir las directrices taurinas de El Viti, con la derecha y con la izquierda, que impartía marcando largo y hondo el viaje del toro; pues el maestro salmantino (no Fray Luis de Leon; fray Santiago Martín) estaba en forma, rápido de reflejos, pletórico de inspiración, profesoral y solemne, y puso en la cumbre la liturgia del toreo cuando ligó en un palmo de terreno media docena de trincherazos y pases de la firma.

El toro de la corrida, por grandón aparatoso, lo dejaron para el novillero y esta coincidencia dio mucho que hablar en la Maestranza. Lucio Sandín, ayer neófito sobre el histórico albero, brindó su toro a los maestros y les dio réplica con otra importante faena en la que, tras librar según pudo las embestidas violentas, consiguió encelar al toro y someterlo en impecables series de naturales y redondos. Una neblina celaba las luces mortecinas de la plaza, las cuales simulaban día en la noche, que caía vertical. La Maestranza crujía en palmas de son para premiar a los toreros, y fuera tamborileaba la ensoñación moruna de la música rociera. A la salida, el Arenal era un hervidero humano, y los aficionados tenían el pensamiento allá donde alienta la tauromaquia eterna, en el poderío de un Diego Puerta a toda máquina, en la hondura de un Viti gustándose por trincherazos. Toreros que hacen falta, como el aire que se respira, a la tauromaquia de hoy, tan desvaída y viciada.

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