FESTIVAL DE SANTANDER

Bruckner y Mahler, autores multitudinarios

ENVIADO ESPECIALEl ciclo sinfónico coral del festival santanderino llegó a sus capítulos más brillantes con la actuación, los días 20 y 21, de la Orquesta Sinfónica de Londres y el Orfeón Donostiarra, dirigidos por Yuri Ahronovitch. La plaza Porticada registró dos llenos. Esto, con la Cuarta sinfonía de Bruckner y la Segunda sinfonía de Mahler, habría sido impensable hace sólo 10 años. Sin embargo, entre nosotros -como en tantos otros países-, a la obra del organista de Linz y de su fiel admirador bohemio-vienés le llegó su hora, como tantas veces presintiera Gustav Ma...

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ENVIADO ESPECIALEl ciclo sinfónico coral del festival santanderino llegó a sus capítulos más brillantes con la actuación, los días 20 y 21, de la Orquesta Sinfónica de Londres y el Orfeón Donostiarra, dirigidos por Yuri Ahronovitch. La plaza Porticada registró dos llenos. Esto, con la Cuarta sinfonía de Bruckner y la Segunda sinfonía de Mahler, habría sido impensable hace sólo 10 años. Sin embargo, entre nosotros -como en tantos otros países-, a la obra del organista de Linz y de su fiel admirador bohemio-vienés le llegó su hora, como tantas veces presintiera Gustav Mahler. Hora incluso de beatería, especialmente en el caso de los mahlerianos, nueva y tardía edición de nuestros wagneristas de primera hora.

Difícil pero no imposible es mantenerse al margen de tantas actitudes apasionadas, incluso desviadas, ante una obra capaz de sostenerse y perdurar por sus estrictos valores musicales, sin necesidad de extrapolarlos con significaciones de orden extramusical, se an biográficas, literarias, poéticas, psicoanalíticas o sociales.

Es más, la pasión de los mahlerianos suele implicar en ambientes musicales como el español, de tan débil sustentación, una más o menos acusada antipatía hacia la obra de Bruckner, lo que de ser posible les habría valido un buen rapapolvos de don Gustavo, heredero inmediato de don Antón y asumidor, a través suyo, de la larga e intensa herencia romántica.

La Cuarta sinfonía, denominada precisamente Romántica, nos dice cómo Bruckner prolonga el triunfalismo de Beethoven y Schubert en unas formas perfectamente arquitecturadas y capaces de subsumir y reordenar el sentimiento wagneriano. Si un director como Ahronovitch, fuente a la vez de energía y de buen orden, penetra con sutileza en los más bellos e intimistas espacios brucknerianos, descubriremos los mares que buscaba el gran río schubertiano de la Novena sinfonía.

Las divinas longitudes cobran en Bruckner concreción de formas y claridad de líneas; a partir de fórmulas de gran simplicidad se alcanza, por desarrollo evolutivo, la mayor grandeza. Bruckner hace en sus sinfonías relato; Mahler, en las suyas, relación o, si se prefiere relato-relación, por seguir el reciente tema de Tierno Galván.

Anton Bruckner nos da con la mayor claridad, detenimiento y organización su propia visión del mundo en medio de unas determinadas circunstancias. Mahler se convierte en el gran testimonio de ese suceder histórico, de esas circunstancias: las recoge genialmente y las narra a través de una fluencia que hasta cuando es irónica se muestra nostálgica y tocada de melancolía en su versión más agudizada del mal de fin de siglo.

Boulez ha escrito con clarividencia sobre Mahler y las nuevas formas de actitud que impone en la interpretación y en la escucha por la ductibilidad de su tiempo musical, la constante variabilidad de procedimientos y puntos de vista la alternancia entre orquesta-masa y orquesta superanalizada. Para conciliar lo minucioso y lo grandioso, para superar las divergencias señaladas por, Boulez entre gesto y material, es preciso entender la ambigüedad como valor de lo mahleriano.

Bruno Walter, máximo y temprano conocedor de Mahler, emparenta al compositor con Berlioz por sensibilidad, originalidad, balanceo entre lo sentimental y lo grotesco, sin desechar alguna dosis de vulgaridad, naturaleza narrativa, fuerza plástica y asunción dramática de valores del teatro.

Ahronovitch, los sinfónicos londinenses y el Orfeón Donostiarra que dirige Ayestarán consiguieron una tensa, detallada y superexpresiva versión de la Segunda sinfonía, en cuya parte solista pudimos gozar de la voz extraordinariamente bella de la mezzosoprano Ruthild Engert y del buen hacer de la soprano Mechteild Gessendorf.

Antes de la sintonía de Bruckner, escuchamos en el primer programa de la Sinfónica de Londres la Danza de los muertos, para piano y orquesta, de Liszt; virtuosísimas variaciones sobre el tema de Dies irae, que volveríamos a escuchar, de otro modo, al final de la sinfonía de Mahler. Joaquín Soriano fue solista excepcional de la difícil partitura, pues supo someter todo el poderío virtuosista a las necesidades de la expresión musical más depurada. Éxito para nuestro pianista y para la orquesta y coros visitantes.

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