Tribuna:Mañana, elecciones en IsraelANÁLISIS

La paz empieza nunca

Reina en Occidente la creencia entretenida con minuciosidad de que los laboristas israelíes son el partido de la moderación en el acuciante tema palestino, mientras que lo partidarios del Likud son los malos de la película. Según esta versión, de ganar las elecciones el laborismo de Shimon Peres habría ciertas posibilidades de negociar con los moderados del campo árabe, y una estrategia alternativa de paz podría demarrar en la encrucijada de Oriente Próximo.Todo ello no es más que una gratuita distribución de papeles en una representación, cuyo único objetivo es el de hacer verdad a fue...

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Reina en Occidente la creencia entretenida con minuciosidad de que los laboristas israelíes son el partido de la moderación en el acuciante tema palestino, mientras que lo partidarios del Likud son los malos de la película. Según esta versión, de ganar las elecciones el laborismo de Shimon Peres habría ciertas posibilidades de negociar con los moderados del campo árabe, y una estrategia alternativa de paz podría demarrar en la encrucijada de Oriente Próximo.Todo ello no es más que una gratuita distribución de papeles en una representación, cuyo único objetivo es el de hacer verdad a fuerza de insistencia la teoría de que hay realmente moderados en el campo árabe, y de aislar a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) de cualquier solución del conflicto. Para eso se emprendió la invasión israelí de Líbano en 1982, tanto como para vaciar de casamatas guerrilleras la frontera norte del Litani, y por esa razón no es cierto que la operación militar fracasara por completo. La OLP, derrotada en la batalla de la montaña libanesa y casi rematada por Siria y sus aliados, es una fuerza a recomponer, ni sombra hoy de lo que era hace dos años.

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Pero la obstinada realidad nos dice que no hay moderados en el campo árabe; que, coyunturalmente, el rey Hussein de Jordania tiene que protegerse los flancos diciendo en voz alta lo que los demás piensan, y que los radicales, como la dirección siria, callan lo que están pensando porque ni Israel ni EE UU quieren reconocer que Damasco sería el país más moderado de la zona si se accediera a la devolución de las colinas del Golan. No hay moderados porque unos y otros, saudíes y sirios, iraquíes y jordanos, coinciden en lo esencial, aunque no todos puedan decirlo: en la retirada total de los territorios ocupados, con la formación de una entidad política palestina cuyos lazos con Jordania e incluso con Israel serían negociables. La moderación en ese contexto es sólo una forma exportable del discurso. De ese marco sólo quedan excluidos los iraníes de Jomeini, cuya revolución antisionista está ahogándose en los pantanos iraquíes de Majnun, y la Libia de Gadafi, cuya fanática utopía la hace inviable como interlocutor siquiera de sus hermanos árabes.

Ante esa realidad no hay dos estrategias israelíes, la de los derviches del Likud y la de los centroeuropeos del laborismo, sino una sola. Y, de esa manera, la descubierta de Beguin con la retirada del Sinaí y la firma de los acuerdos de Camp David para reconocer una autonomía palestina que jamás había pensado honrar era una de las caras de la moneda de esa única política nacional. Destruir a Arafat y a todo lo que significa: una paz sin ventajas territoriales para nadie, a cambio del establecimiento de un Estado palestino posiblemente desmilitarizado. Es inmensamente cómodo para los askenazíes de Peres vender la moderación de su matizada negativa a permanecer indefinidamente en toda la Cisjordania cuando el Likud ya ha hecho el trabajo sucio de la retirada del Sinaí y lleva a tambor batiente la política de asentamientos en los territorios ocupados. El laborismo es el moderado de un ultra, y el ultra del Likud actúa ante el fingido horror de sus creadores, como el monstruo de Frankenstein se desmandaba ante la impotencia del sombrío doctor que lo echó, al mundo.

Cuando los derechistas de Shamir y de Beguin proclaman el Eretz Israel (el Gran Israel) de la Biblia se comportan como semitas enemigos de otros semitas, los árabes, que no temen, en función de un enloquecido idealismo, la absorción de las tierras pululantes de población alógena. Cuando los laboristas rechazan la anexión pura y simple actúan como occidentales horrorizados ante la inundación de rostros atezados en los arrabules de sus ciudades blancas. Esa es la única diferencia entre las dos grandes formaciones políticas de Israel. Unos actúan para que los otros puedan escandalizarse ante su audacia, mientras retienen y consolidan lo adquirido, como ocurriría si el laborísmo sucediera al Likud después de las elecciones de mañana.

El problema palestino no lo ha creado la derecha política israelí, apartada del poder hasta la emergencia de Beguin como líder mayoritario en 1977. El laborismo ha estado en el poder durante 30 años, y sugerir que Ben Gurion, Golda Meir, Yitzhak Rabin o incluso el suave y conversador Abba Eban son más moderados en la sustancia que Beguin es atender sólo a las palabras, y, a mayor abundamiento, ni siquiera a las suyas propias, sino a las de sus comprensivos intérpretes en el mundo occidental.

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