Tribuna:

30 años después

Viene de la página 11

Es difícil envejecer para los que han sido héroes juveniles. Françoise Sagan, heroína lejana, secundaria, transitoria, pero, de todos modos, con un primer momento fulgurante para los ojos de mi generación, que es más o menos la suya, nos demuestra ahora, cuando ya nos habíamos olvidado de ella, que resiste con gracia y con una lucidez notable. Lo hace en unas memorias que acaban de publicarse en Francia: Con mi mejor recuerdo. Uno descubre que han pasado 30 años, nada menos, desde la aparición de Buenos días, tristeza. Las memorias, complementadas por...

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Viene de la página 11

Es difícil envejecer para los que han sido héroes juveniles. Françoise Sagan, heroína lejana, secundaria, transitoria, pero, de todos modos, con un primer momento fulgurante para los ojos de mi generación, que es más o menos la suya, nos demuestra ahora, cuando ya nos habíamos olvidado de ella, que resiste con gracia y con una lucidez notable. Lo hace en unas memorias que acaban de publicarse en Francia: Con mi mejor recuerdo. Uno descubre que han pasado 30 años, nada menos, desde la aparición de Buenos días, tristeza. Las memorias, complementadas por la memoria personal, nos hacen ver que la entrada en escena de la Sagan y de lo que se llamó el saganismo fue, a pesar de todo, un episodio de la literatura contemporánea: un episodio menor, pero no absurdo ni desprovisto de sentido. Pertenece simultáneamente a la esfera literaria y a la de la historia de las costumbres. No está de más, por eso, que reflexionemos un poco y que también recordemos 30 años después.Lo primero que despertó mi curiosidad por la Sagan todavía adolescente fue un artículo de Simone de Beauvoir, leído en uno de los escasos ejemplares de Les Temps Modernes que llegan al remoto Santiago de Chile. En ese año de gracia de 1954 gobernaba el país un viejo general, Carlos Ibáñez del Campo, que había hecho, en 1927, un intento de dictadura al estilo de Primo de Rivera, con éxito breve y escaso, y que un cuarto de siglo después había subido a la presidencia en elecciones populares, bajo estricto control parlamentario. Elena de la Souchére, en otro número de la misma revista, explicaba que el fracaso de Ibáñez como dictador, expulsado de Chile al término de una huelga masiva de brazos caídos, lo impulsaba ahora a proceder con gran prudencia democrática. El anciano general decepcionaba, por consiguiente, a los electores suyos que querían ver una mano dura en La Moneda; entablaba alianzas con una fracción de los socialistas y permitía el regreso a Chile de Pablo Neruda y de otros jefes comunistas expulsados durante el régimen de González Videla.

Eran, como se puede apreciar, tiempos harto diferentes... ¿Qué podía significar, en ese contexto, el ruido provocado en París o en Nueva York por la salida de Buenos días, tristeza? En un capítulo de sus actuales memorias, Françoise Sagan nos habla de las lecturas de su adolescencia. Eran, curiosamente, casi idénticas a las de la gente de mi tiempo, con la salvedad de que añadíamos otros nombres: César Vallejo, Vicente Huidobro, Neruda, Kafka, Faulkner. Pero también, como la Sagan, descubríamos un estado de gratuidad, de disponibilidad, de comunión casi religiosa con la naturaleza, en Los alimentos terrestres, de Gide. También nos conmovía El hombre rebelde, de Albert Camus. En cuanto a Rimbaud, era uno de nuestros poetas de cabecera. Los discípulos de Huidobro lo traducían en tiradas reducidas, casi clandestinas. Hablábamos del desarreglo de los sentidos, de la alquimia del verbo, de la idea de cambiar la vida, en el Parque Forestal, en el café Bosco, en el Roland Bar de Valparaíso. Neruda, que acababa de escribir su Oda a Stalin, tenía, en el sitio de honor de su casa de Los Guindos, una fotografía de Rimbaud adolescente, despeinado, con mirada furibunda, indicación de que las cosas eran más complejas de lo que parecían a primera vista. Pocos años después, en ese mismo Roland Bar de los bajos fondos porteños, al cabo de una discusión nocturna interminable, se fundó el MIR, el Movimiento chileno de Izquierda Revolucionaria. ¡Extraña historia!

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Las memorias de Françoise Sagan explican muy bien, desde el punto de vista de las costumbres, el escándalo que desató su primera novela. No se admitía, en 1954, que una muchacha de 17 años hiciera el amor con un joven de su misma edad, sin es-

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tar enamorada y sin que el asunto tuviera mayores consecuencias. El escándalo residía en la perfecta impunidad y en la falta de todo dramatismo. Tampoco se admitía que esa muchacha conociera los amores de su padre y estableciera con él una especie de complicidad amistosa.Esa complicidad entre padres e hijos se ha transformado más bien, al cabo de 30 años, en una carga para las dos partes, y esa actitud deportiva para disponer del cuerpo, de la cual es un buen ejemplo el nudismo y la atmósfera de Saint Tropez, escenario saganiano por excelencia, empieza a resultar árida, poco estimulante. Muchos nos quedaríamos con la literatura y también con los desnudos de Colette, entre tules y cortinajes, con vestimentas de Cleopatra, en un escenario de music-hall de comienzos de siglo.

Las páginas de la Sagan sobre la velocidad, sobre el juego, sobre Billie Holliday y Orson Welles son alegres, brillantes, divertidas, pero adolecen de esa frivolidad despreocupada de los que en España llaman pasotas. Nosotros, los escritores hispanoamericanos y españoles, nos vimos obligados a internarnos en otros laberintos y a incurrir en riesgos más serios. Sin embargo, en estas memorias, la Carta de amor a Jean Paul Sartre nos muestra a una Sagan diferente. Ella jugaba con fichas en los casinos de Londres y de Deauville, con papeles que representaban libras esterlinas, depositados en bandejas de plata, pero sabía que Sartre, en cambio, se jugaba, en un compromiso constante, con una honestidad y una generosidad absolutas. Podía equivocarse, pero prefería cometer errores, o ser utilizado, a ser indiferente. Después de conocer la carta de la Sagan, Sartre comenzó a cenar con ella cada 10 días, hasta la víspera de su muerte. Llegaron a la reiterada conclusión de que la razón de ser definitiva, última, de la existencia de ambos, era la literatura, ese cultivo del lenguaje que da su título, precisamente, a la obra maestra de Sartre: Las palabras. Éste le confesó que sus 10 horas diarias de escritura, durante 50 años, habrían sido los momentos mejores de su vida, y que, al quedarse ciego, pensó seriamente en suicidarse. Después, ni siquiera intentó hacerlo.

"Toda mi vida había sido tan feliz", le confesó a Françoise Sagan: "...no iba a cambiar de papel en forma repentina. He continuado siendo feliz, por costumbre".

La Sagan y Sartre podían estar unidos por esa felicidad que se sustenta en el uso del lenguaje, en la creación literaria. Nosotros, miembros de un mundo más dramático y más limitado, hemos observado el saganismo con prevenciones, con una distancia inevitable. No perdemos nada, a estas alturas, si revisamos. el fenómeno con simpatía, con espíritu abierto.

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