Tribuna:

Las paradojas nucleares

"Los nuevos sistemas de armas nucleares no son producidos por consideraciones de orden militar o de seguridad, sino por la circunstancia de que la tecnología, arrastrada por su propia inercia, impone su dirección a la política, creando armas cuya necesidad ha de ser inventada y desplegando teorías que deben ser reajustadas. Es un hecho que una parte sustantiva del potencial científico y tecnológico de la humanidad se encuentra comprometido en la investigación y el desarrollo militares, implicando el perfeccionamiento de las armas existentes y exigiendo nuevos sistemas de armas". Estas afirmaci...

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"Los nuevos sistemas de armas nucleares no son producidos por consideraciones de orden militar o de seguridad, sino por la circunstancia de que la tecnología, arrastrada por su propia inercia, impone su dirección a la política, creando armas cuya necesidad ha de ser inventada y desplegando teorías que deben ser reajustadas. Es un hecho que una parte sustantiva del potencial científico y tecnológico de la humanidad se encuentra comprometido en la investigación y el desarrollo militares, implicando el perfeccionamiento de las armas existentes y exigiendo nuevos sistemas de armas". Estas afirmaciones están contenidas en el informe que una comisión de expertos, designada por la Secretaría General de las Naciones Unidas, presentó a la Asamblea General en el otoño de 1980 (1), y, ciertamente, el curso ulterior de los acontecimientos ha demostrado el carácter profético de estas palabras. Formulan y denuncian la existencia de un proceso en que la destrucción es sistemáticamente fabricada y cuyo desarrollo se desboca rompiendo la misma brida de los intereses que inicialmente trataron de espolear su marcha. Según la visión del indicado grupo de expertos, la institucionalización del proceso de investigación y fabricación constituiría el hecho básico; las actitudes políticas y estratégicas jugarían el papel de racionalizaciones a posteriori. Definitivamente, es la imagen de un mundo dominado por la irracionalidad. La sumisión del hombre al poderío ciego de fuerzas y mecanismos por él creados, cuyo control acaba escapando de sus manos.Desde que nuestros remotos antepasados elaboraron las primeras hachas de sílex, la fabricación de instrumentos ofensivos respondía a una razón de eficacia depredadora. Se trataba, primero, de cazar animales cuadrúpedos y carentes del humano logos; después, bípedos que tenían la desgracia de utilizar la palabra en lenguajes extraños bárbaros, cuyas tierras y cuyas mujeres ofrecían atractivas posibilidades fecundadoras -en el caso de las tierras fecundadas y trabajadas por los propios bárbaros-. Ulteriormente se ha pretendido que la acumulación de armas serviría para inspirar respeto al posible invasor y defender, así, la paz. Algo que en nuestro tiempo ha sido acuñado como teoría de la disuasión. Aunque la verdad es que tal teoría sólo funciona dentro de límites muy precisos: no se sabe que ningún pueblo haya acumulado excedentes de arsenales sin lanzarse a su sangriento manejo. También las armas, los artefactos, tienen su corazoncito, o, dicho más académicamente, poseen su lógica propia. Una lógica que, a través del crecimiento incontenido, desemboca en la actuación sobre el campo de batalla.

Y aquí es donde nos encontramos, justamente, en una situación radicalmente nueva, aunque la novedad es tal que a la humanidad le cuesta mucho hacerse cargo de ella. Hasta ahora las armas servían para destruir al enemigo, necrófagamente para vivir a costa de su muerte; hoy, en la época del feedback informático y del principio de indeterminación, generan un doble efecto: lo destruyen a él y nos aniquilan a nosotros. Como en su obra sobre la estrategia y la política de la era nuclear indica Aníbal Romero, "el uso indiscriminado de armas nucleares en contra de un oponente armado de igual forma sólo garantiza la autodestrucción" (2). Agotando la consecuencia de su propio ser, las armas se revelan en su destructividad total; han llegado a la cumbre en que, planificando su esencia tanática, se muestran capaces de acabar con la vida sobre el planeta. El bumerán regresaba dócil a las manos del australiano que lo había arrojado; el nuevo bumerán retorna dispuesto a liquidar a su lanzador.

El caso es que nadie emprende ni prepara una guerra para autodestruirse. Consecuentemente, si la guerra es impensable, ¿qué sentido tiene la fabricación de potentísimos instrumentos, bélicos? Las teorías de la disuasión y el equilibrio atómico tratan de explicarnos que se trata de que tales ingenios nunca lleguen a funcionar, para lo cual hay que seguir acumulándolos indefinidamente. Verdaderamente, el espectáculo de nuestra sociedad es alucinante; rompe todos los esquemas. Efectivamente, se venía estimando que la razón de ser las máquinas, a diferencia de los objetos artísticos, residía en su rendimiento, pero en esta última etapa hemos empezado a fabricar artefactos costosísimos y no excesivamente atractivos desde un punto de vista estético cuya máxima eficacia reside en la inactividad total. Y esperamos que ésta se mantenga indefinidamente; la puesta en marcha de tal maquinaria, su despertar, supondría el fin de la vida.

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A principios de este singular siglo se pudo asistir al desarrollo de las paradojas lógicas que conmovieron los intentos de fundamentación de las matemáticas. Era aquel un apasionante ejercicio intelectual, que atrajo a brillantes mentalidades. Hoy, en un mundo acosado por la destrucción, la biografía sobre estrategia y armamentos ha alumbrado las llamadas "paradojas nucleares". Con anterioridad a sus sofisticaciones se nos hace presente la pradójica dinámica de nuestro mundo en dos etapas contradictorias: primero, la inversión de enormes esfuerzos intelectuales y económicos, en plena época de crisis, para fabricar armas científicamente aniquiladoras; después, en la compleja y delicada situación producida, el afanarse para que tales armas permanezcan tranquilas. En ambas vertientes de la paradoja se engendra una gran actividad, de la cual viven innumerables burócratas, científicos, intelectuales, trabajadores de toda índole. Se elaboran programas de proliferación y seguidamente se invita a reuniones para compensar homeostáticamente los desniveles de los

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programas; los políticos tratan de vender imagen, las secretarias y estenotipistas se ganan su pan, viajan los periodistas para informar, los espías transmiten los secretos que pueden. Surge material para cineastas y novelistas, y también para los que podemos escribir criticando todo esto. Es un trabajo siniestro sobre la carroña.

El informe citado en el comienzo de esta reflexión insistía en la eficacia casual de la institucionalización, de la organización sistemática de intereses contraídos, de cara al irracional desarrollo del armamento nuclear. Evidentemente, todavía habría que añadir otros elementos: no es posible que algo se institucionalice y goce de vida propia sin el beneplácito, la complicidad del poder. En esta línea, y siguiendo un extendido tópico, podríamos recurrir a la desconfianza y la incomunicación entre las superpotencias como causa última. Sería el recelo, el temor ante el otro -un motivo ampliamente repetido en los acordes de la filosofía contemporánea- el responsable de esta carrera ininterrumpida. ¿Por qué no superar tales atavismos en nombre de una fraternidad no sólo ética, sino tecnológica y científica?, propondría el nuevo discurso humanista.

No pienso que sea ésta una pista que nos lleva demasiado lejos. Existe una ancestral tendencia entre los poderosos a entenderse, a pesar de las enormes diferencias y significados que no pretendo desdibujar. Hay ámbitos propios que fueron pactados desde el fin de la guerra mundial, y cuando el otro flota en la lejanía puede incluso convertirse, con su imagen amenazante, en un aliado para la represión interior, como en el orwelliáno 1984. El verdadero enemigo objetivo hacia el cual apuntan las cabezas atómicas no es el rival igualmente armado y dispuesto a la réplica; es, en nueva paradoja, el conjunto de países nucleares inermes y las mismas multitudes de ciudadanos pacíficos que pueblan las potencias atómicas. A unos y a otras se les pide, se les exige e impone que se arrebañen atemorizados en tomo a las armas pretendidamente salvadoras, que se guarezcan bajo el paraguas nuclear. En la nueva mitología del terror se pretende que renuncien a su soberanía colectiva e individual en nombre de la seguridad.

Cuando los artefactos mortíferos se acumulan incesantemente y, en flagrante contradicción, se invoca la esperanza de que no habrán de ser utilizados jamás, hay que pensar que cumplen alguna otra función más allá de su mecánica de destrucción fisica. Y así es: se trata de su valor simbólico y exhibitorio. De la eficacia de su mera presencia para dividir el mundo en dominadores y sumisos, manteniendo los privilegios de los primeros. Tampoco el viejo cetro, artística y minúscula maza, estaba destinado a golpear directa, físicamente, y no por ello su efectividad era menor para doblegar las voluntades ante quien lo empuñaba. El bélico ingenio nuclear actúa como el cetro de nuestra época. Aun en la quietud y silencio de sus silos, gravita sobre una humanidad que aspira a liberarse, intentando perpetuar tiempos de violenicia y dominación, a pesar de la verbal invocación de la democracia y los derechos humanos. Las armas nuclares no representan sólo una gran amenaza para nuestro futuro: constituyen ya una agresión a la vida democrática y libre del presente. El desarrono de una auténtica democracia implica como requisito imprescindible el desarme nuclear. Pero, evidentemente, éste no va a ser ofrecido por los poderosos; sólo la rebeldía solitaria de la inmensa mayoría de la humanidad podrá arrancarlo. No es cuestión de talante ni de pasión; simplemente, de abrir los ojos y percatarse de que no hay otra salida.

1. Nudear Weapons. Report of the Secretary General of the United Nations. Massachusetts, Autumn Press, sin fecha, página 28. 2. Estrategia y pofitica en la era nuclear, de Ambal Romero. Madrid, Ed. Tecnos, 1979, página 52.

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