Tribuna:

Martín Prieto

Un buen día el periodista Martín Prieto se hartó de la LOAPA, de los rumores militares, de las comidillas de nuestro aburrido enjambre político; tuvo un ataque de lucidez y puso un océano por medio. Agarró el cepillo, de dientes y un par de mudas, se fue a Barajas y preguntó cuál era el primer avión que se ahuyentaba de este país. En información le señalaron el tablero electrónico. Allí parpadeaba la luz verde de un vuelo hacia Argentina cuyos pasajeros estaban ya embarcados. De cuatro zancadas se encaramó en el aeroplano, y de esa manera tajante se libró de la mediocridad.En Buenos Aires viví...

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Un buen día el periodista Martín Prieto se hartó de la LOAPA, de los rumores militares, de las comidillas de nuestro aburrido enjambre político; tuvo un ataque de lucidez y puso un océano por medio. Agarró el cepillo, de dientes y un par de mudas, se fue a Barajas y preguntó cuál era el primer avión que se ahuyentaba de este país. En información le señalaron el tablero electrónico. Allí parpadeaba la luz verde de un vuelo hacia Argentina cuyos pasajeros estaban ya embarcados. De cuatro zancadas se encaramó en el aeroplano, y de esa manera tajante se libró de la mediocridad.En Buenos Aires vivía Martín Prieto, hasta hace poco, en un palomar donde criaba tortugas que se alimentaban de papel de periódico. Ahora habita un primer piso sin escalera, de estilo japonés, al que hay que subir en pértiga o con una cuerda de nudos. En un reciente viaje he tenido el placer de tratar a este ser en una intimidad de tortilla con patatas.

Es uno de los grandes. A simple vista parece un joven airado, con su mirada redonda, como de fiero novillo que está siempre a punto de arrancar con una embestida seca, con una frase cortante, con un gesto adusto. Pero si se le ve bambolear el cuerpo en chancletas dentro de un batín de samurai castellano, dando desnudos aunque acérrimos talonazos en la baldosa de la sala durante el camino desde el armario de las botellas a la máquina de escribir, uno percibe en él cierto candor terrible, la acidez del tímido, la ternura del flagelador.

Yo admiro a este tipo por muchas cosas, no sólo por su forma de ceñirse a la actualidad de un modo rabiante, sino por su arte en encontrar perlas de la Patagonia. Su compañera, Cristina, es una de ellas. Se trata de una joven doctora inteligente e insólita. Por la mañana cura cánceres en un hospital. Por la tarde le pasa a Martín Prieto un algodón húmedo por la neura y después envía por teléfono sus brillantes crónicas a este diario, arrodillada en el pasillo con la dulzura de una india ítalo-kolla. Ahora a este gran periodista fugado del tedio le dan muchos premios en España. Yo también quise rendirle un homenaje en Buenos Aires. Le guisé una paella con jamón ahumado y le dije que no volviera por aquí en unos años. En el Cono Sur todo es grande, el paisaje y los crímenes. En cambio, en nuestro país reina todavía el pequeño enjambre.

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