Tribuna:

Salamanca, entrevista

He pasado unas horas del otoño en la ciudad del Tormes. Subía del río espesa niebla, pero no de la variedad nórdica, que congela en grises el paisaje, sino una niebla que llevaba dentro de sí un polvillo de oro que era el fulgor postrero del sol vespertino. Las ciudades -escribe Proust- son el escenario de nuestro pasado. "La ventana ojival de Venecia ha tomado en mi memoria la dulzura de las cosas que tuvieron su parte en un momento dado, junto a un ser querido. Me están diciendo: me acuerdo de tu madre".Llegamos al puente desde el que se adivina el perfil de las torres. Al pie de la catedral...

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He pasado unas horas del otoño en la ciudad del Tormes. Subía del río espesa niebla, pero no de la variedad nórdica, que congela en grises el paisaje, sino una niebla que llevaba dentro de sí un polvillo de oro que era el fulgor postrero del sol vespertino. Las ciudades -escribe Proust- son el escenario de nuestro pasado. "La ventana ojival de Venecia ha tomado en mi memoria la dulzura de las cosas que tuvieron su parte en un momento dado, junto a un ser querido. Me están diciendo: me acuerdo de tu madre".Llegamos al puente desde el que se adivina el perfil de las torres. Al pie de la catedral vieja viví yo varios estíos de los años veinte, preparando mis exámenes de la universidad. El campanil de la sacristía, con un repique alegre y ligero, convocaba al cabildo y a los escasos feligreses desde la hora mañanera. En la terraza que daba hacia el Tormes se paseaba mi anfitrión, el beneficiado, rezando en silencio antes de celebrar la misa. El calor agosteño no empezaba hasta las 10 o las 11 del día. No quería el canónigo conversar antes de la celebración eucarística para mejor recoger su pensamiento. Volvíamos de la catedral a las 7.30 horas y desayunábamos chocolate con buñuelos y un vaso de agua con azucarillos, que nos preparaba el ama, minúscula y diligente, con una cara despierta de hormiga hacendosa.

Sonaba la canción de la presa fluvial con monótono susurro. Los álamos de las riberas se estiraban hacia el cielo con el espejuelo tembloroso de sus infinitas hojas. Salamanca, en esos tiempos de mi mocedad, me enseñó, en un reiterado encuentro con ella, muchos secretos de la literatura, del arte y de la historia de España.

Don Miguel de Unamuno no estaba entonces en su universidad. Su ausencia de exiliado era comentario extendido entre los estudiantes y profesores: no recuerdo si seguía aún en Fuerteventura o había iniciado su aventura marítima y la escapada hacia París. En todo caso, su nombre, su efigie y su obra se proyectaban, como una sombra lejana, sobre la ciudad y sus tertulias. Había quienes recibían cartas y noticias suyas, que luego eran comentadas apasionadamente. Dábamos vueltas, al anochecer, en el molino humano de la plaza Mayor, respetando los engranajes de la costumbre y los sentidos circulatorios predominantes. Mi curiosidad por la arqueología y por el sedimento literario salmantinos se acrecentaban cada día. Mi anfitrión, don Tomás Redondo, me puso en contacto con Domínguez Be-

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Salamanca entrevista

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rrueta, con Andrés Pérez Cardenal, con José Sánchez Rojas, y de ellos fui aprendiendo el contenido fascinante de esta capital. Los tránsitos de estilo arquitectónico, del romántico al gótico renacentista y al plateresco, y la entrada en escena del barroco fulgurante los iba observando en las fachadas, en las ventanas, en las ojivas, en las cúpulas y en los altares y sepulcros. ¿Y dónde encontrar escenarios literarios más evocativos que junto al Tormes? En Tejares nació el propio Lazarillo. La Peña Celestina, que dio nombre a la inmortal entrometida, se alza desnuda junto al puente Romano. No lejos estaría el huerto de Melibea, donde fue a parar el halcón de Calixto. Frey Luis de León, que creó el castellano moderno, enseñaba en las aulas de la Escuela, componiendo sus estrofas en el huertecillo de la Flecha, aguas arriba del Tormes, a pocas leguas de la ciudad.

Una mañana de mi septiembre estudiantil apareció enteramente negro el habitualmente reseco y amarillo teso. Habían llegado a él, las vacas y los rebaños de ganado de la feria de San Mateo. Miles de cabezas se reunieron en la meseta sobre el río, Y las calles de la ciudad se poblaron de jinetes sobre arzones y arreos de original factura, con la pana negra en los airosos trajes camperos. Mujeres jóvenes y maduras revestían la indumentaria charra y los abalorios tradicionales, finamente cincelados en filigranas de oro y de plata. Había corrida de toros por la tarde y músicas y cohetes durante el día. El campo había invadido la ciudad con su presencia bullanguera y alegre hasta muy entrada la noche.

Mi paseo a la atardecida me llevaba habitualmente hacia Monterrey; la iglesia de las agustinas, el convento de las úrsulas y, en ocasiones, a contemplar el prodigioso colegio de los nobles católicos irlandeses. Sánchez Rojas escribió que Salamanca, a pesar de su tradición universitaria, no daba al visitante que llegaba por primera vez la sensación de una ciudad de libros, sino la visión de un conjunto monumental de piedras labradas.

De regreso a casa solía yo entrar, al anochecer, en la espaciosa iglesia del Real Colegio del Espíritu Santo, como se le llamó al ordenarse su construcción en el reinado de Felipe III. Se ha dicho que la clerecía era la contrarreforma, hecha a un tiempo templo y monumento. Lo cierto es que encierra en sus naves y galerías símbolos que son la síntesis del renacimiento y del barroco, es decir, del equilibrio y del vuelo, de la grandeza y dé la pesadumbre, como la corona de los últimos Austrias.

El perfil de Salamanca tiene una intensa y emotiva componente barroca. El retablo del altar mayor de San Esteban es, a la vez, pasmoso y encendido. Dicen que se talaron más de 4.000 pinos del duque de Alba para construirlo y entallarlo. Pero ¿qué es el barroco? Walter Hausenstein lo definió así, pensando en la ruta de los templos barrocos que conducen desde Salzburgo, a Viena: "La esencia intencional del barroco", escribe, "es la simultaneidad de sus manifestaciones; es la fluidez de las coincidencias de lo orgánico, de lo vegetal y de lo tropical. De lo realista, de lo precioso y de lo sensual. De lo metafísico y de lo erótico; del más allá y del más acá del mundo; de lo renacentista y de lo gótico a la vez; de la gloria religiosa y del prestigio profano, unidos en una sola forma de expresión".

Volví en esta breve visita, después de tantos años, a la inmensa construcción que alberga hoy la Universidad Pontificia para disertar en ella sobre el actual proceso de la unidad de Europa, examinando sus dificultades, sus perspectivas y sus fracasos. El mismo problema de Europa sigue otra vez en pie, después de 300 años, pero planteado ahora de forma distinta, como sucede con frecuencia en la historia universal.

Cuando se levantó la clerecía hace tres siglos, la Corona española y la Compañía de Jesús identificaron la causa de Europa con la defensa de la fe católica frente a la herejía y al turco. A fines del sangriento -y violento- siglo XX en el que nos hallamos, la búsqueda de la identidad de Europa sigue siendo la principal e irresuelta cuestión. ¿Cómo se puede identificar Europa colectivamente? ¿Cuáles serían las notas características de su personalidad?

Europa tiene hoy un sustrato común de estructuras políticas o formas de Estado que se llaman las democracias parlamentarias. Y una raíz sustancial unánime, que es la inspiración ética formuladora de los derechos humanos. Ambos principios mantienen esa homologación que ha hecho posible el acercamiento intereuropeo, desde 1949 acá, durante 34 años. En este espacio geográfico del Occidente viven y trabajan cerca de 400 millones de habitantes, en el seno de una sociedad cuyo tejido cultural es el más denso y fecundo que jamás ha conocido la historia de nuestra especie. Lentamente y a través de obstáculos y amenazas, ese colectivo aspira a que su voz sea escuchada en el mundo. Y quisiera servir de amortiguador entre las tensiones espectacularmente radicales, de la creciente espiral armamentista de las dos superpontencias.

Era ya noche cerrada cuando volvíamos de Salamanca hacia Madrid, saliendo de la ciudad por la ruta monumental, actualmente bien iluminada. ¡Adiós, piedras doradas que despertasteis mi mocedad! La ciudad, entrevista durante unas horas, fue también una mirada hacia el interior de mi pasado. Llevamos a cuestas con nosotros el paisaje de esas ciudades ensoñadas en las que vivimos un día y que levantó, con las piedras de la memoria, la arquitectura de nuestra imaginación.

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