Editorial:

Teatro catalán en Madrid

UN CIERTO número de espectáculos y personalidades catalanas determinan en estos momentos la cartelera madrileña. Desde el trasplante de El Molino, con su histórica Maña, su orquestina y sus picardías, hasta una estudiada variación sobre Shakespeare hecha por la compañía de Nuria Espert, con texto de Terenci Moix, sufragada por la Generalitat, a la que el Ayuntamiento de Madrid ha cedido el Teatro Español, como cedió el parque del Retiro a Els Comediants, capaces de arras trar a 40.900 madrileños -es decir, personas avecinda das en Madrid- en una enloquecida persecución de demonis...

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UN CIERTO número de espectáculos y personalidades catalanas determinan en estos momentos la cartelera madrileña. Desde el trasplante de El Molino, con su histórica Maña, su orquestina y sus picardías, hasta una estudiada variación sobre Shakespeare hecha por la compañía de Nuria Espert, con texto de Terenci Moix, sufragada por la Generalitat, a la que el Ayuntamiento de Madrid ha cedido el Teatro Español, como cedió el parque del Retiro a Els Comediants, capaces de arras trar a 40.900 madrileños -es decir, personas avecinda das en Madrid- en una enloquecida persecución de demonis mediterráneos; y ahora les agitan en la Sala Olimpia, en el corazón castizo de Lavapiés, en una espe cie de sarao, según su paiabra. A los antiguos vecinos catalanes del teatro en Madrid -Marsillach Emma Cohen...-se suma ahora Lluís Pasqual, que dirige el Centro Dramático Nacional, con sus colaboradores, y va a abrir el otro gran teatro histórico de Madrid, el María Guerrero, con una versión de Marlowe hecha por Gil de Biedma y Carlos Barral. Mientras en el Bellas Artes el grupo El Tricicle da una muestra de humor superrealista con Manicomic Es algo más que una coincidencia. La llegada de artistas y de espectáculos completos procedentes de Cataluña es habitual durante toda la temporada, y si ahora hay una acumulación, bien recibida -independientemente de juicios artísticos, de sistemas de pesas y medidas para cada espectáculo y su mayor o menor acierto en lo cultural o simplemente en la comunicación-, se pueden obtener de ella algunas consecuencias.

En primer lugar, una calidad de lo que está produciendo Barcelona. Desde hace años la capital catalana está produciendo un teatro de muy alta estima, que, curiosamente, concuerda con una escasez de espectadores barceloneses en general: compensados por la atención pública en Madrid y otras ciudades españolas. En segundo lugar, un esfuerzo de promoción de la autonomía catalana, que cuida, incluso con costes económicos importantes, esa imagen de una cultura capaz de sobrepasar barreras idiomáticas o quedarse en el círculo cerrado de la tradición para ir a una universalización, a una permeabilidad, en lo que ha sido siempre Barcelona una ciudad modelo. En tercer lugar, un interés de la administración madrileña -ayuntamiento- y de la Administración central -Ministerio de Cultura- en que se produzca ese intercambio, colaborando no sólo con su propia apertura, sino con su ayuda económica. Y, en fin, una condición madrileña de apertura, de capacidad de ver y admirar lo que realmente es digno de ello, y aun de participar. También en eso Madrid ha sido siempre modélica.

El fenómeno es positivo y es prometedor. Algunas mezquindades por ambas partes, y precisamente por parte de elementos que pueden tratar de convertir peculiaridades en privilegios personales y nacionalismos en cuestiones de escalafón y nómina han podido crear a veces un ambiente de incomprensión y un predominio de provincianismo: provincianismo madrileño -que lo hay en altas dosis, y que cuando aparece es precisamente cuando menor es la calidad de la oferta de arte, cultura o espectáculo, provincianismo barcelonés. Probable mente elementos residuales, aprovechamientos perso nales o malentendidos que están destinados a ser arro fiados por otros valores superiores.

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Las visitas catalanas son devolución de aquellas visitas madrileñas que otro tiempo llenaban los teatros de Barcelona, pero reclaman, a su vez, nuevas visitas madrileñas a Barcelona, una continuación de esta corriente en los dos sentidos. Y en una multiplicidad de sentidos. La reciprocidad es un elemento básico en la cultura, que jamás se funda a sí misma, sino que recibe y da. El teatro ha sido un fenómeno madrileño a partir del Siglo de Oro -entendiendo Madrid como lo que los antropólogos llaman melting-pot y no con la estrechez de un poder central o de una cerrazón manchega- y hoy tiende a descentralizarse, a producirse al mismo tiempo en lugares distintos del Estado y a viajar por todo él, es un concepto que requiere la generosidad de todos, a partir de algo más que una generosidad; de la estricta justicia de que todos reconozcan que también lo que se produce aquí y se entrega fuera de aquí está hecho con el mismo esfuerzo artístico general y merece todo el respeto, toda la ayuda y todo el aplauso al que estrictamente le da derecho su calidad propia. Otra forma de verlo, otra hostilidad será viciosa. Y empañará la apertura espontánea, ni siquiera pensada, con que Madrid recibe el regalo, artístico y cultural que se le envía.

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