Editorial:

La 'Diada' de un país civilizado

LOS DOS momentos más graves de la historia de Cataluña, como comunidad cultural y lingüísticamente diferenciada, se resumen en dos fechas: la del 11 de septiembre de 1714 y la del 27 de enero de 1939. En ambas ocasiones la histórica nacionalidad, articulada alrededor de la casa condal barcelonesa, perdió su capacidad de autogobierno, la que soportaba no sin graves contratiempos la monarquía de los Habsburgo en el primer caso, y la que se organizó en aquel incipiente Estado de las autonomías que fue la Segunda República en el segundo.La fecha del 11 de septiembre adquirió, ya a finales del pasa...

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LOS DOS momentos más graves de la historia de Cataluña, como comunidad cultural y lingüísticamente diferenciada, se resumen en dos fechas: la del 11 de septiembre de 1714 y la del 27 de enero de 1939. En ambas ocasiones la histórica nacionalidad, articulada alrededor de la casa condal barcelonesa, perdió su capacidad de autogobierno, la que soportaba no sin graves contratiempos la monarquía de los Habsburgo en el primer caso, y la que se organizó en aquel incipiente Estado de las autonomías que fue la Segunda República en el segundo.La fecha del 11 de septiembre adquirió, ya a finales del pasado siglo, un carácter de fiesta de afirmación y de reivindicación autonomista, en la que los catalanistas desfilaban para realizar una ofrenda floral ante el monumento a Rafael de Casanova, el conseller en cap de la rendición de 1714 ante las tropas franco-castellanas del duque de Berwick, que la historia y la iconografía románticas representan abrazado al pendón de Santa Eulàlia, en el momento de caer herido en la misma muralla de Barcelona.

Durante las dos dictaduras que ha padecido España en este siglo, la fecha del 11 de septiembre ha alcanzado su mayor contenido reivindicativo, principalmente en los últimos años del franquismo, cuando llegó a adquirir un carácter más amplio de afirmación democrática y antifranquista. Desde 1976, el 11 de septiembre ha sido día de expresión de la voluntad autonomista por parte de la práctica totalidad de las fuerzas políticas catalanas. Y una de las primeras leyes que aprobó el Parlamento de Cataluña, fue la que declaraba festiva la jornada de la mencionada fecha, que era calificada de Diada Nacional de Catalunya.

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Desde entonces el contenido político de las manifestaciones y actos políticos destinados a llenar la jornada ha sido ambivalente, más condicionado por la confrontación política y electoral que por la afirmación unitaria del catalanismo. El pasado año, por ejemplo, cuando había empezado la guerra de la LOAPA, los manifestantes que desfilaron encuadrados en las filas socialistas sufrieron ataques de todo tipo, físicos incluso, por parte de seguidores del nacionalismo más exaltado.

Este año, en cambio, los convergentes, se verán obligados a introducir un cambio en el contenido de la celebración, a menos que deseen poner en peligro tanto su credibilidad ante el electorado más moderado como el propio valor unitario de la celebración. Efectivamente, si el 11 de septiembre se convierte en una convocatoria reivindicativa, después de que el Tribunal Constitucional ha dado prueba fehaciente de que no es en el sistema político donde hay que buscar a los enemigos de la autonomía, su politización será claramente partidista, de enfrentamiento con el Gobierno central y con los socialistas, en perfecta continuidad con la actitud de irritación ya demostrada hace un año, abriendo las puertas al desbordamiento por el lado del nacionalismo radical.

Sobre el presidente Pujol recae principalmente la responsabilidad de la decisión a adoptar, porque él es no sólo la primera autoridad de la Generalitat, sino el principal líder nacionalista catalán. Si, finalmente, se inclina por restar peso reivindicativo a la fecha habrá dado un paso tan valeroso como importante. Habrá admitido en nombre del nacionalismo catalán que el actual marco institucional español cierra seriamente el período histórico que abrió aquel infeliz 11 de setiembre de 1714. La comprobación de este supuesto constituiría, sin duda, una buena victoria para todos los que en su día elaboraron o aceptaron el1 pacto constitucional. Es decir, para los mismos convergentes, entre otros.

Pero, en la misma medida, este gesto obligaría al propio Pujol a no contradecirse y a abandonar la política de enfrentamiento cotidiano con el Gobierno central. Le obligaría a precisar que el enfrentamiento no es con Madrid, sino en el caso de su partido, con los socialistas. O, al menos, a prescindir en sus modos políticos de la identificación entre español y anticatalanista, hondamente arraigada en algunos sectores de la población catalana, en virtud de una comprensible y atormentada memoria histórica, con lo que contribuiría grandemente a racionalizar la vida política catalana. Una decisión de este tipo, que le podría reportar beneficios ante el electorado moderado, en la perspectiva ya cercana de las elecciones autonómicas, estaría, sin embargo, en contradicción con la necesidad de CiU de mantener su imagen de oposición a ultranza frente a los socialistas, de la que se pueden deducir también sustanciales dividendos electorales, tanto entre las capas de la población catalana más sensibles a los agravios y a la fiebre comparativa, como entre los sectores más derechistas del electorado, que conocen y aceptan el precio que debe pagar al catalanismo para combatir al socialismo. La decisión de convertir el 11 de septiembre en una jornada festiva que siguiera, según ha manifestado Jordi Pujol, el estilo del 14 de Julio francés o del Día de Acción de Gracias norteamericano, con celebraciones institucionales y protocolarias, tendría también, lógicamente, la consecuencia inmediata de ceder la capitalización reivindicativa de la, jornada a sectores radicales, la mayor parte de ellos extraparlamentarios. Pero, a pocos meses de las elecciones es posible que a Pujol le convenga jugar la carta del distanciamiento respecto de estas posiciones; en última instancia su existencia le favorece porque componen un fondo de presuntos activistas del independentismo sobre el que su moderación se destaca de manera significativa. No puede haber muchas dudas en cuanto a la favorable acogida que suscitaría entre los socialistas catalanes, interesados en todo lo que sea evitar manifestaciones catalanistas dominadas por la tensión reivindicativa, a la que la gran mayoría de asistentes va con el pliego de agravios bajo el brazo, en consonancia con la conmemoración de una derrota, que es exactamente lo contrario de la actitud socialista ante el Estado autonómico. No es extraño, por ello, que los socialistas hayan aportado cada año menos, participantes a la celebración y que en ocasiones se hayan visto desbordados por la pasión reivindicadora de otros grupos políticos. En cambio, las celebraciones oficiales, principalmente en la esfera de la administración local, les permitirán lucir en primer plano a su nutrido contingente de alcaldes.

Además de las razones más apegadas a la política cotidiana, no faltan motivos de mayor alcance para la progresiva normalización de esta celebración histórica. El principal de todos, es el de que también en el plano de los fenómenos simbólicos -fiestas, himnos, banderas- es deseable una superación de los grandes traumas de la convivencia civil en España. Pero, a mayor abundamiento, la cuestión más importante es la de que no hay ninguna razón de fondo para que las fiestas nacionales, en países cultural y políticamente normalizados, dentro del contexto europeo occidental, no se conviertan en celebraciones laicas, sin contenido emocional y con significado únicamente histórico y protocolario. El día en que los ciudadanos dejen de celebrarlas y las dediquen al más sano esparcimiento, al margen de las frías ceremonias oficiales, se habrá producido la máxima cota de normalización a que se pueda aspirar en un país civilizado.

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