Tribuna:

Los caminos de la guerra,

Preguntémonos con honradez, ¿quién quiere hoy la guerra? O, dicho sea de otra manera, y ante la hastiadora presencia de los paranoicos irreversibles, ¿quién puede querer racionalmente una guerra en el mundo de los misiles de cabeza múltiple y las bombas de neutrones?La sociología de las catástrofes nos enseñaba hace algunos años que la guerra era un negocio saneado y próspero. Según parece, la compañía británica de las islas Falkland -nosotros y los perdedores les llamamos Malvinas- consiguió vender a los militares de Galtieri hasta 20 millones de pesetas de lana con que abrigar a sus soldados...

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Preguntémonos con honradez, ¿quién quiere hoy la guerra? O, dicho sea de otra manera, y ante la hastiadora presencia de los paranoicos irreversibles, ¿quién puede querer racionalmente una guerra en el mundo de los misiles de cabeza múltiple y las bombas de neutrones?La sociología de las catástrofes nos enseñaba hace algunos años que la guerra era un negocio saneado y próspero. Según parece, la compañía británica de las islas Falkland -nosotros y los perdedores les llamamos Malvinas- consiguió vender a los militares de Galtieri hasta 20 millones de pesetas de lana con que abrigar a sus soldados argentinos a precios un 50% por encima de los habituales en el mercado. Pudiera ser que la compañía no viera con malos ojos una guerra un tanto de opereta (salvo los dolorosos muertos, que jamás lo son) en los remotos confines del Atlántico sur. Pero quizá no abunden las oportunidades de los conflictos a la medida. ¿Puede pensarse que una guerra en apariencia tan localizada como el intermitente litigio entre Israel y sus vecinos se habrá de mantener por tiempo indefinido en la zona caliente del Mediterráneo oriental?

La guerra, nos decían los teóricos, puede servir para remediar de forma drástica el problema del paro obrero y la crisis industrial. Hoy, tras haber ensayado el experimento de física recreativa que dicen el huevo de Colón, sabemos que esa es una solución ficticia y capaz tan sólo de dar una tregua, no más que doméstica, a la situación. Pero las treguas, en un mundo tan cambiante y movedizo como el nuestro, como el que nos han regalado, pueden enseñar un atractivo casi deslumbrante y fuera de lo común. ¿Cabe pensar, pues, en la guerra como terapéutica al servicio de un Maquiavelo contemporáneo?, el supuesto de que así fuere, ¿justificaría el riesgo de una solución final, en el más estricto de los sentidos, una orgía de muerte y destrucción capaz de acabar con más de la mitad de los hombres, admitiendo que la naturaleza estuviere en condiciones de garantizar la supervivencia de los demás?

Si no es de esta manera, quiero decir, si existe duda razonable acerca de lo próximo que se encuentra el punto pasado el cual no se puede ya dar marcha atrás, ¿cómo es posible que las iniciativas teóricamente encaminadas a lograr un equilibrio garantizado vayan, ante los ojos de cualquier persona con mediano discernimiento, siempre en sentido contrario? Desde la pedante fuerza de disuasión con la que la finchada y grandilocuente Francia de la grandeur gaullista intentó desafiar al mundo -y que, según hemos podido saber después, no podría haber amenazado a nadie más allá de las fronteras alemanas- hasta el juego de pulso entre el Pacto de Varsovia y la OTAN en relación con el despliegue de los euromisiles que han de proporcionarnos el único lazo inmediato (¿de hermandad?) con los países del Mercado Común, la paz se ofrece a gritos y galopando siempre hacia las armas. A esto llamamos la estrategia del equilibrio, sostenida sobre el postulado de que siendo imposible de asegurar más vale que cojee en nuestro favor. Pero, ¿es esto así? ¿Decimos algo racionalmente plausible y aun admisible al mantener como deseable el que alguien, sea quien fuere, se encuentre en ventaja sobre los demás en la acumulación geométrica de armas?

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Idéntico pasmo habría que sentir ante las siempre zigzagueantes iniciativas de mediación. El viaje del Papa a Polonia, según han apreciado los expertos en analizar estas situaciones, fue inspirado por una voluntad mediadora entre los sindicalistas mesiánicos y revueltos y los militares autoritarios, pragmáticos y un sí es no es confusos. Quede claro que, tanto por temperamento como por principios, mi simpatía en este tipo de opciones va siempre a favor de los hombres del mono azul mahón y la gorrilla de visera, pese a la insistencia polaca en encenderles velitas a los santos y rezar el rosario ante las cámaras de las televisiones yanquis, cosas ambas que me parecen muy bien y que cito no más que a título paradójico. A la vista de los resultados quizá debiera pensarse en que la verdadera iniciativa destinada a templar gaitas podría tomarse aconsejando al Papa el abandono de tal tipo de buenos oficios y buenas voluntades. Pronunciar discursos y frases de doble sentido y entendimiento ante un auditorio habitualmente horro de estos deleites del espíritu, pienso que no contribuye a lograr la paz social. Y, puestos a volver a las dudas, cabría preguntar: ¿justifica una lejana y nebulosa meta de liberación el que se produzcan muy inmediatos motines y represiones?

Los revolucionarios de los años sesenta utilizaron una fórmula axiomática e infalible aplicada al proletariado, que por entonces era el sujeto estricto de las futuras revoluciones: cuanto peor, mejor. Las mermas o meras flexibilizaciones del horario de trabajo, las subidas de jornal, las más holgadas vacaciones retribuidas o cualquiera de las reivindicaciones sindicales alcanzadas no eran sino tragedias que alejaban la auténtica meta del fin último. Parece como si una muy análoga estrategia del avestruz sorda y miope fuera hoy día la que se mantiene en vigencia para predicar la paz y el sosiego entre el paisanaje. Todo lo que, al menos en apariencia, pueda contribuir razonablemente a que las cosas vayan, si no mejor, sí al menos igual que la semana pasada, se rechaza invocando muy oscuras y misteriosas soluciones. Y así no hay duda alguna de que acabaremos precipitándonos, antes o después y más pronto o más tarde, en la hirsuta y no deseable barbarie, ya que ningún equilibrio admite tan elásticas solicitaciones. Poco consuelo ha de traernos el acabar ahogados en el kafkiano y mareante reino del absurdo, sin haber averiguado nada: ni siquiera a quién interesaba y a quién no interesaba la guerra.

1983

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