Editorial:

El pacto de los pactos

NO ES la primera vez que los países del Pacto de Varsovia ofrecen la firma de un tratado de no agresión a los de la OTAN. La política exterior de la URSS se basa, desde la muerte de Stalin y la acuñación del término coexistencia pacífica, en entablar términos generales de negociación y mantener la apariencia de una forma de pacifismo y de concordancia. La URSS tiene un fijeza considerable en sus doctrinas y creencias, y las asegura con una sucesión en el poder que no las varíe demasiado. La intención pactista nació ya en los años del cordón sanitario y los cuerpos expedicionarios con que Europ...

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NO ES la primera vez que los países del Pacto de Varsovia ofrecen la firma de un tratado de no agresión a los de la OTAN. La política exterior de la URSS se basa, desde la muerte de Stalin y la acuñación del término coexistencia pacífica, en entablar términos generales de negociación y mantener la apariencia de una forma de pacifismo y de concordancia. La URSS tiene un fijeza considerable en sus doctrinas y creencias, y las asegura con una sucesión en el poder que no las varíe demasiado. La intención pactista nació ya en los años del cordón sanitario y los cuerpos expedicionarios con que Europa trató de sofocar la revolución rusa, y provenía de una reflexión que en aquellos momentos y por aquellos pensadores tenía un valor importante: el arma del capitalismo era la guerra, y la del pueblo, la revolución. El triunfalismo revolucionario de los primeros años pudo hacer creer que las revoluciones irían ganando Europa. La historia ha sido contraria a esa idea, de manera tal que incluso las ampliaciones del comunismo soviético se han hecho por la guerra, como conquistas más o menos disfrazadas de liberaciones, y la tensión revolucionaria está prácticamente muerta en Europa. Aún habría que retroceder más para encontrar las raíces: en las tesis de los partidos comunistas previas a la primera guerra mundial, y con el intento de detenerla, de que las guerras siempre las pierden los pueblos y las ganan los grupos de poder, y que los conflictos incluso considerados nacionalistas no son más que contradicciones del capitalismo que no deberían afectar a los pueblos.La irradiación de estas afirmaciones fue muy fuerte, aunque no haya evitado ninguna de las dos guerras posteriores, y vuelve a serlo ahora, aunque quizá no evite la tercera guerra. La contradicción que se presenta en estos momentos es la de que si la necesidad de términos de paz, acuerdo, coexistencia y entendimientos de todas clases es hoy más fuerte que nunca -precisamente por el aumento monstruoso de la calidad de la guerra-, la URSS, en cambio, ha perdido su fiabilidad, su credibilidad: tanto Como defensora de la paz, como ejemplo o modelo de sociedad. De esta forma, en las sociedades democráticas occidentales se sostiene simultáneamente la idea de que es necesario un entendimíento global y unos pactos locales que sujeten el desbordamiento posible de la guerra, pero al mismo tiempo se piensa que esa situación puede favorecer a la URSS, consolidar un régimen disciplinario que abarca a la totalidad de las poblaciones del mundo bajo el comunismo -o las distintas formas de comunismo-, y es repudiable, y al mismo tiempo favorecer la expansión del comunismo a nuevas áreas. El malestar con que la OTAN acogió en ocasiones anteriores -en 1958 y en 1963, principalmente, además de otras iniciativas menores- las propuestas de un pacto de las dos organizaciones militares, con vistas incluso a su disolución al cabo del tiempo, se basaba en esa contradicción: una negativa absoluta consolidaría la idea propagandista de la URSS como dueña del pacifismo, una aceptación significaría un riesgo de debilitamiento.

La OTAN ha acogido en algunos de sus comunicados la iniciativa soviética, con las reservas del caso, y la ha dejado morir. No parece que vaya a ser de una manera distinta en esta ocasión. Los problemas de la paz y de la guerra son hoy mucho Más extensos que los que puede sujetar un simple pacto militar, e incluso van más allá que las conversaciones de desarme. Requerirían una compleja negociación global, una manera nueva de enfocar los problemas del mundo. Pero puede dudarse ya si las dos grandes potencias están en condiciones de retener por sí mismas esos problemas que les desbordan, especialmente en lo que se ha llamado Tercer Mundo, y que hoy tiene la clave de la situación histórica. Va pasando poco a poco el tiempo en el que desde las grandes capitales se manejaban o fabricaban los sucesos políticos de los países menores; a lo más que llegan hoy esas potencias es a seguirles, a tratar de aprovechar las círcunstancias revolucionarias o contrarrevolucionarias. Cualquiera de los problemas actuales parece mostrarlo así.

El pacto de los pactos, el tratado propuesto y mal acogido, sería probablemente un gran alivio para Europa desde un punto de vista psicológico; pero probablemente no mejoraría la situación de fondo. Tampoco parece que la historia nos haya enseñado a creer firmemente en los tratados. Hay casi tantos como guerras.

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