Tribuna:

Hipótesis del 'Belgrano'

Cuenta Herodoto cómo, en cierta ocasión, siguiendo Creso, rey de Lidia, la pertinaz querella de soberanía entre su reino y las ciudades griegas de la costa y las islas adyacentes y habiéndose resuelto a preparar una escuadra con el fin de salirles a los griegos en la mar, se presentó en su corte de Sardés un tal Biante de Priene, según unos, o un Pitaco de Mitilene, según otros, que, como en leal confidencia, le dijo: "Oh Rey, los isleños se han puesto a hacer compras en masa para juntar diez mil caballos y acometer una incursión terrestre contra Sardés y contra ti". A lo que el rey, exultante...

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Cuenta Herodoto cómo, en cierta ocasión, siguiendo Creso, rey de Lidia, la pertinaz querella de soberanía entre su reino y las ciudades griegas de la costa y las islas adyacentes y habiéndose resuelto a preparar una escuadra con el fin de salirles a los griegos en la mar, se presentó en su corte de Sardés un tal Biante de Priene, según unos, o un Pitaco de Mitilene, según otros, que, como en leal confidencia, le dijo: "Oh Rey, los isleños se han puesto a hacer compras en masa para juntar diez mil caballos y acometer una incursión terrestre contra Sardés y contra ti". A lo que el rey, exultante de esperanza, contestó: "¡Ah, si los dioses hubiesen puesto en las mientes de los griegos la idea de venir a desafiar a los jóvenes lidios con la caballería.'" (pues los lidios gozaban de la fama de tener la mejor caballería de aquellos tiempos). El griego admitió entonces que encontraba sus esperanzas enteramente puestas en razón, pero añadió: "¿Y qué otra cosa crees que se han augurado a sí mismos los isleños, al enterarse de que tú proyectabas una escuadra, sino que de veras tengas la osadía de ir a vértelas con ellos en la mar?" No dejó Creso de celebrar esta salida y, comprendiendo la lección, renunció a sus propósitos navales e hizo las paces con los griegos, dándoles carta de hospitalidad.Fue este pasaje de Herodoto lo que en seguida me vino a la memoria cuando, a raíz de la guerra de las Malvinas, pudo leerse en los periódicos que los servicios de inteligencia británicos no habían carecido totalmente de indicios premonitorios sobre las intenciones argentinas con respecto a aquellas islas. Tal vez nunca lleguemos a saber en qué grado fue honesta y en qué grado artera Ia negligencia objetiva con que el Foreign Office encaró tales indicios, pero el caso es que no hubo aquí ningún Biante de Priene o Pitaco de Mitiline anglosajón que se presentase en la Casa Rosada para decirle a Galtieri: "Oh ]Presidente, he oído decir que los ingleses están entrenando a toda la plantilla nacional de jockeys de carreras en el manejo de las boleadoras, para venir a atacar a los gauchos en La Pampa", para después, ante el eufórico regocijo de Galtieri por la temeridad de la ocurrencia, replicarle: "¿Y qué te crees que se han dicho los británicos al maliciarse de que andas preparando una expedición marítima contra las Malvinas? Pues se han dicho: ¡Ah, si en verdad los dioses le hubiesen metido a Galtieri en la cabeza la idea de desembarcar en las Falkland por la fuerza! ¡Entonces pondrían en nuestras manos el derecho de echarle encima todo el hierro de la Royal Navy para reconquistarlas, y ya sí que tendríamos buen motivo para no devolvérselas jamás!" Pero tampoco sería justo excluir la posibilidad de que funcionarios británicos con demasiado buen sentido para este mundo cada vez más demenciado encontrasen la aventura de Galtieri tan descabellada que acabasen optando, con toda buena fe, por no prestar el crédito debido a las señales que la anticipaban. Pero una cosa es conceder que el león no ha incurrido tal vez en tamaña alevosía como la de fingir seguir durmiendo, aun habiendo advertido los movimiento de la presa, al ver que se le venía ella solita hacia las fauces, y otra, bastante más difícil, desechar la sospecha de que, aun habiéndole pillado realmente de sorpresa a los británicos el ataque de Galtieri, al instante hayan visto hasta qué punto la oportunidad de una guerra bajo el irreprensible papel de agredidos era un auténtico regalo que se les hacía, siempre y cuando, naturalmente, una tal guerra se llevase hasta el fin, resolviéndose a aprovechar a toda costa la que se presentaba como ocasión de oro para dirimir de una vez y para siempre a su favor el pleito de las islas.

Política de potencias

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Como posibles motivaciones añadidas al interés británico por las Malvinas, algunos comentarios periodísticos señalaron entonces la existencia de proyectos -tal vez "anteproyecto s" o meras "hipótesis de trabajo"- entre británicos y norteamericanos de crear una base aeronaval en aquellos perdidos andurriales. ¡"La llave del Atlántico"! ¡He aquí una expresión resonante y excitante para estremecer de regusto y de emoción voces y oídos, cerebro y corazón, por las salas de mapas de las secciones geoestratégicas de cualquier Estado Mayor pentagonal, hexagonal o heptagonal de Oriente o de Occidente! Por decirlo en el repugnante, pero en este caso idóneo, lenguaje de la política de potencias, tal vez fue justamente la ausencia de esta incógnita en las ecuaciones de Galtieri lo que hizo que éste equivocase el cálculo. El gobierno británico, a su vez, debió de ver con toda claridad que el argentino no podía en modo alguno haber contado con la posibilidad de una guerra abierta más que como último "riesgo calculado". Se trataba, por tanto, de enganchar a Galtieri en una guerra que nunca había querido ni esperado, pero que sí esperaban y querían, y mucho más golosamente de cuanto él no acertara a imaginar, aquellos a quienes había dado pretexto para hacerla con toda la impunidad que suele consentirse en quienes toman la parte de víctima agredida, y tanto más si el agresor es "un fascista" con largo haber de horrores y el público está compuesto de demócratas. De "mesita disponte" era, en verdad, la ocasión que al león se le ofrecía, salvo que, únicamente, sabiendo que el ratón trataría de escabullirse en cuanto viese el más pequeño agujerito, había que estar al tanto de acudir al instante a parchear y taponar en dondequiera empezase apenas a insinuarse la más mínima grieta. O, dicho sin metáforas, dándose cuenta los británicos de que tan sólo una guerra hasta el final, una cabal reconquista manu militari, podía llegar a ser definitivamente favorable a los llamados intereses de la Gran Bretaña -haciendo, al menos para largo tiempo, irreversible e innegociable su derecho a la soberanía de las Malvinas- y conociendo que Galtieri había jugado todo el albur de su aventura sobre la confianza de que la mediación internacional acabaría por conjurar, incluso tras las primeras hostilidades de tanteo, el riesgo de una guerra, y que se apresuraría, por consiguiente, a zafarse instantáneamente del conflicto no bien se le ofreciese el agarrarse al más nimiamente simbólico de los reconocimientos, a la más puramente nominal de las satisfacciones (puesto que el honor patrio, siendo, como es, el más picajoso, cominero y pijotero de todos los orgullos, es a la vez, y por lo mismo, el más prontamente dispuesto a darse por pagado con la más huera, ficticia y aparente de las reparaciones), comprendieron con plena lucidez que tenían que poner todo su empeño en amachambrar firmemente aquella guerra a cualquier costa, para llevarla hasta una plena victoria de sus armas, victoria que bien sabían tener segura.

'I got it."

Y aquí es donde entra en juego el hundimiento del crucero argentino General Belgrano. ¿Cómo explicarse el hecho de que los proverbiales caballeros de la guerra y de la mar torpedeasen de pronto a mansalva y a traición un renqueante y herrumbroso chatarrón superviviente de Pearl Harbour -y por añadidura en aguas exteriores a las doscientas

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millas jurisdicionales que ellos mismos, unilateralmente, habían establecido por circuito sujeto a la amenaza de sus armas? ¿Cómo explicarse hazaña semejante si no es por el más poderoso, excluyente y perentorio sentimiento de apremio de una razón de Estado puesta en su trance extremo? Veían cómo Galtieri, con la ventaja inicial del hecho consumado, pedía cada vez menos, concedía cada vez más, no provocaba; veían cómo el conflicto amenazaba estancarse y enfriarse en un bloqueo inactivo, vaciando el primer repente iracundo del agrario y disipando rápidamente el ardor de la disputa. Y es en caliente como se bate el hierro. En sucesivos, crecientes y siempre aceptados endurecimientos, Margaret Thatcher había ido gastando todo margen de exigencia capaz de permitirle soslayar la amenaza de una paz en que se habría frustrado la guerra que necesitaba, y se veía ya a punto de ser acorralada sin excusas contra la mesa de negociaciones, agotado el último término de espacio en que encontrar propuestas lo suficientemente inaceptables para los argentinos como para forzarlos a la guerra. "Ronny querido, VOY a por mis islas", y dos torpedos al General Belgrano. La respuesta argentina no se hizo esperar: no habían pasado cuarenta y ocho horas cuando prodigios de la técnica francesa en manos argentinas echaban a pique el Sheffield. "¡Alabado sea Dios", se dijo Thatcher, "Galtieri ha entrado al trapo!" Y por cierto que fue un espectáculo notable ver cómo el hundimiento de este destructor británico apagaba instantáneamente el farisaico escándalo, la afectada consternación que se habían visto obligadas a manifestar las democracias occidentales ante el torpedeamiento del Belgrano: ya no debían nada.

Juridicidad y facticidad

Margaret Thatcher sabía perfectamente que jamás habrá mesa de negociaciones en que derecho alguno pueda establecerse tan sólidamente como en el campo de batalla; que la fuerza es la más cierta y más firme creadora de derecho, porque de ella procede al fin todo derecho y por ella, en última instancia, se conserva. Así lo manifestó implícitamente, en aquellos mismos días, el jefe del partido conservador británico, sir Cecil Parkinson, al declarar: "Si las Falkland merecen el sacrificio de morir por ellas es porque merecen permanecer bajo soberanía británica". La circularidad de la argumentación, su irracionalidad, su sinsentido, no es sino expresión indirecta del equívoco que la civilización se esmera en conservar sobre la relación entre los conceptos de "fuerza" y de "derecho". Así, suele faltar cualquier escrúpulo por mantener alerta la conciencia de que contraposiciones tales como la que media entre "de hecho" y "de derecho" o entre "el derecho de la fuerza" y "la fuerza del derecho" tan sólo tienen validez por referencia estricta a los supuestos de una situación circunstancial y positiva de derecho convenido; fuera de esta concreta relatividad, esto es, tomadas como categoriales o absolutas, ambas contraposiciones son rotundamente falsas y falaces. La frase de Cecil Parkinson contiene también la idea concomitante de que la sangre y elnombre de los' muertos, de los hombres sacrificados en una empresa como la de las Malvinas, es el más inapelable título de posesión. En efecto, ahora ya sí que ningún inglés querrá ver cuestionada o negociada la soberanía británica sobre las Malvinas. ¡Sería tanto como insultar a nuestros muertos!", gritarán. La sangre de los muertos es comúnmente apelada como el título más indiscutible de legitimación de cualquier causa, así como de suprema garantía de su justicia y su bondad: "La causa por la que derramaron su sangre nuestros padres y nuestros abuelos" es la fórmula paradigmática con la que se consagra la inapelabilidad de cualquier causa. Lo malo es que esa misma fórmula, y referida a una única querella y a una misma cosa disputada, tiene, no obstante, idéntica fuerza de legitimación para el corazón del vencedor y para el del vencido.

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