Tribuna

Bajo el 'síndrome del oncogén'

Congreso de la Investigación sobre el Cáncer, primero en su género de los que se realizan en España, se presenta inevitablemente bajo el síndrome del oncogén: serpiente predilecta de los medios de comunicación en el pasado verano, oportunidad de pavonear a ciertos popes de la ciencia, arrimando su sardina al ascua de otros, dato fundamental para la definición del cáncer y convidado de piedra en esta reunión científica. Y, no tanto por la ausencia de nuestros investigadores en EE UU, -los Perucho, Barbacid, Santos o Parada-, cuyo trabajo en centros norteamericanos ha contribuido a...

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Congreso de la Investigación sobre el Cáncer, primero en su género de los que se realizan en España, se presenta inevitablemente bajo el síndrome del oncogén: serpiente predilecta de los medios de comunicación en el pasado verano, oportunidad de pavonear a ciertos popes de la ciencia, arrimando su sardina al ascua de otros, dato fundamental para la definición del cáncer y convidado de piedra en esta reunión científica. Y, no tanto por la ausencia de nuestros investigadores en EE UU, -los Perucho, Barbacid, Santos o Parada-, cuyo trabajo en centros norteamericanos ha contribuido a las ideas actuales acerca de los genes responsables de la transformación tumoral, como por la carencia de grupos de trabajo españoles en este campo fundamental de la investigación oncológica. Una doble ausencia que viene a demostrar, una vez más y sálvese el que pueda, nuestro descolgamiento de los grandes temas de vanguardia en investigación biomédica.Ante todo, hay que destacar que la calidad de la producción científica es una función estadística de la cantidad de investigación. Por eso, el potencial científico de un país se suele evaluar en términos de porcentaje del producto interior bruto dedicado a la investigación científica y personal investigador relatívo a la población total o activa. Es evidente que esta numerología comparativa nos sitúa en el ranking de los países en vías de desarrollo, muy por debajo de las cifras barajadas en los países desarrollados, entre los que nos encontramos ubicados por los criterios de renta per cápita y producción industrial. Pero, con toda su importancia, estas magnitudes relativas no suministran información acerca de otro componente cuantitativo de importancia fundamental para la producción científica. Me refiero a la necesidad de unos mínimos, de una masa crítica de investigación, por debajo de la cual los esfuerzos investigadores son estériles y la inversión -por pequeña que sea- es un despilfarro. Es esa masa crítica existente en EE UU la que permitió a los mencionados jóvenes investigadores españoles, situarse, en menos de dos años, en el hit parade del oncogén.

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El factor humano

Ahora bien, este componente cuantitativo de la investigación debe ponderarse desde una perspectiva que tenga en cuenta criterios de rentabilidad social y contexto económico. Porque es evidente que un país de nuestras dimensiones económico-sociales no puede permitirse investigar todo y hacerlo, además, bien. Por ello se hace imprescindible el establecimiento de prioridades, de forma que los recursos limitados de investigación adquieran el máximo potencial de rentabilidad en aquellas parcelas de conocimiento seleccionadas por su utilidad social. Cuál sea el instrumento de política científica más adecuado es algo en lo que no es posible entrar aquí, aunque es evidente que su definición y puesta en marcha es la prioridad número uno de la ciencia española, que adolece de una pobre institucionalización, indefinición de objetivos, desequilibrio de medios, financiación impredecible e incapacidad para el crecimiento y captación de recursos humanos.

Esta consideración nos lleva directamente al tercer elemento fundamental de esta reflexión: el factor humano, pieza clave de toda política científica, así como de cualquier política de lo que sea. Asunto grave, porque estamos ante una comunidad científica pequeña, pero fragmentada por líneas de fuerza de jerarquización vertical y corporativismo horizontal, atrincherada en formas de acceso al gremio celosamente fosilizadas, que muchas veces sirven de tapadera a la mediocridad y siempre entorpecen el libre flujo de ideas y personas que requiere el avance del conocimiento. Esta situación es particularmente complicada en el área de la biomedicina, en la que la titulación, el centro y el tipo de trabajo establecen barreras casi insuperables para la consecución de una investigación orientada y de calidad. De una parte está la investigación hospitalaria, frecuentemente subsidiaria de la mercadotecnia de la industria farmacéutica, jerarquizada en torno al título de médico, para quien la investigación básica no va más allá del laboratorio diagnóstico. De otra, la investigación biológica fundamental, menos gremial en cuanto a la titulación, pero no menos jerarquizada, celosa guardiana de su "libre búsqueda de la verdad", no entiende qué es eso de investigación "socialmente útil", aunque en su fuero interno aspira a prostituirse para la industria de bioingeniería y considera que cualquier cosa vale si está bien hecha. Cómo articular estos dos polos -intencionadamente caricaturizados- en una investigación orientada que compatibilice la excelencia científica con el criterio de utilidad social, es el gran reto que alguna vez se habrá de aceptar.

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