CANCION

Miguel Bosé o lo universal sin destino

Broche de oro, en el madrileño Palacio de Deportes, para cerrar, al atardecer del pasado domingo, el programa musical de las fiestas de San Isidro. El postre era obra y gracia de Miguel Bosé, regresado del más allá para sorprendernos. Bastante público, pero no quinceañero, y desde luego mucho meros del que se aguardaba. Abrieron boca los muchachos de Cadillac (Mucha televisión, Pensando en ti, Vivir sin dinero), con sonido asesino más propio de pegaso que del diseño aerodinámico en el que dicen rodar, sin convencer ni a un sordo.El refinamiento neorromántico, en plan autómata, ...

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Broche de oro, en el madrileño Palacio de Deportes, para cerrar, al atardecer del pasado domingo, el programa musical de las fiestas de San Isidro. El postre era obra y gracia de Miguel Bosé, regresado del más allá para sorprendernos. Bastante público, pero no quinceañero, y desde luego mucho meros del que se aguardaba. Abrieron boca los muchachos de Cadillac (Mucha televisión, Pensando en ti, Vivir sin dinero), con sonido asesino más propio de pegaso que del diseño aerodinámico en el que dicen rodar, sin convencer ni a un sordo.El refinamiento neorromántico, en plan autómata, firmado y rubricado por el rayo lazarillo, es milagro exclusivo de Bosé: "¡Miguel! ¡Miguel! ¡Migue!'. Hay en el recinto leves ecos de un pasado glorioso. Mas las dulces sirenas han reducido ya su acento. Miguel ("¡Tío bueno!") repite su promesa de zera: "¡Voy a ganar,/ voy a ganar, / voy a matarme por llegar!". Ha llegado para conocer los fulgores de la piedad, los límites del dilatado sentimiento, las flechas mustias de quienes ayer mismo se desmayaban en su leve espuma.

Mientras tanto, Bosé no sólo canta con ánimo inmenso las melodías de su particular mausoleo (Morir de amor, Te amaré, Más allá, Amante y perdedor, Don Diablo, Give me your love, I'll keep holding on, Metrópolis, Linda y un sabroso etcétera), sino que intenta, entre incienso rosáceo y destellos floridos, resucitar a la dulzura zozobrante del presente.

Posee la ambición, la profesionalidad y el estilo necesarios para coronar sus sienes con algo más que un turbante. Sabe cantar. Sabe remangarse morbosamente la manga corta, boxear con la mano tonta, dejar en primer plano el dedo índice, ir de descarado inocente, abrirse el pecho, acariciarse los pezones, posar de san Sebastián, sudar con derretida fortuna, confundir la gimnasia con el magnetismo, bailar de maravilla, volar como si tal cosa y pisar el umbral de la perfección.

Nadie tiene en España un sentido tan moderno del espectáculo. Nadie puede rivalizar con su escenografía majestuosa. Nadie suena mejor que su orquesta. Nadie merecería, pues, con más razón el triunfo. Y, sin embargo, nada de lo previsto y apuntado llega a cuajar. Los aplausos duraron breves segundos. La reaparición se obtuvo gracias a trucos de cajón con las luces, Miguel Bosé padeció el escarnio de una desconexión radical con el público.

¿Por qué? En primer lugar, el fenómeno quinceañero, ayer de moda, tiende hoy a vivirse como una historia vergonzante. Por otro lado, si bien es verdad que el eclecticismo se ha impuesto como estética, Miguel Bosé exagera en la materia: querer ser a un tiempo David Bowie, Tania Doris, Ted Nugent, Isadora Duncan y la esencia del ballet de Aplauso, sin perder por ello el gancho original, resulta hazaña sobrehumana. Y, en última instancia, el repertorio de Bosé carece de destinatario real. Da la impresión de que no tiene amigos que le indiquen la imposibilidad de seguir recitando poemas infantiles bajo un palio luminoso de ídolo maduro.

Bosé puede ganar si escarmienta de una vez por todas. Su talento bien merece este milagro de san Isidro, el sacro labrador que logró con sus lágrimas el fruto.

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