Reportaje:Nacimiento de los mitos del espectáculo

El complicado fenómeno de la creación de las estrellas

Charles Chaplin, cuando llegó a Hollywood, se sumergió durante varios años en un trabajo febril. Cuando pudo tomarse unas vacaciones, en 1916, viajó a Nueva York. Multitudes delirantes le aguardaban en cada escala del itinerario y, frente a ellas, tuvo una rara sensación, que culminó frente al famoso rótulo luminoso de Times Square, en Broadway, que anunciaba su firma con la Mutual: "Creí" -dijo Chaplin- "que aquello no se refería a mí, sino a otro".La sensación de ser otro ha sido descrita por muchos actores y actrices de la nómina del estrellato, y las distintas versiones coinciden en un ras...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Charles Chaplin, cuando llegó a Hollywood, se sumergió durante varios años en un trabajo febril. Cuando pudo tomarse unas vacaciones, en 1916, viajó a Nueva York. Multitudes delirantes le aguardaban en cada escala del itinerario y, frente a ellas, tuvo una rara sensación, que culminó frente al famoso rótulo luminoso de Times Square, en Broadway, que anunciaba su firma con la Mutual: "Creí" -dijo Chaplin- "que aquello no se refería a mí, sino a otro".La sensación de ser otro ha sido descrita por muchos actores y actrices de la nómina del estrellato, y las distintas versiones coinciden en un rasgo: la estrella descubre inesperadamente que la imagen que el público tiene de ella no coincide con su identidad.

Hay otra identidad superpuesta que crea en la mente de la estrella un desdoblamiento enfermizo, una singular patología del éxito, que tiene en su haber todo un victimario, que abarca desde la benigna histeria de Gloria Swanson hasta la mortal depresión de Marilyn Monroe. "Aquí no hay ni una sola cabeza sana, comenzando por la mía", dijo Flynn.

Nacimiento comercial de una 'estrella'

El término estrella lo acuñó para el cine un productor famoso por su falta de escrúpulos, Carl Laemmle. Corría el año 1910, todavía en la aurora del cine. "Yo no vendo películas", dijo Laemmle, "sino estrellas". La elección de la palabra fue sagaz. Estrella venía a ser, en el music-hall de Estados Unidos, un equivalente de la vedette francesa, y esto le iba más al cine de aquellos años que el término actor, asociado al teatro serio, y que el de divo, acaparado por la ópera. Finalmente, al ciudadano norteamericano la palabra estrella le traía la memoria de su bandera, el signo del poder. La transferencia de significados fue veloz.

La frontera de los sueños

Las estrellas, observa Alexander Walker; son un reflejo de los sueños de una sociedad, y surgen, según Pudovkin, de la misma naturaleza de la imagen fílmica, que "tiende a convertir en una totalidad no sólo al filme, sino al actor considerado como individuo". De ahí que la estrella fue inventada no por Laemmle, sino dos años antes, el mismo día de 1908 en que David Wark Griffith descubrió, rodando For Love Gold, el primer plano, es decir el rostro de un actor ocupando la pantalla entera y mirando a los ojos de cada espectador.

Con el primer plano el espectador tiene la posibilidad de percibir al actor a través de canales de percepción oníricos. La aspiración del individuo de organizar sus sueños fue posible. Y surgió la estrella, que es nuestro sueño hecho objeto.

Una náusea se apodera de muchos actores cuando se descubren a sí mismos como sueño de otros. Alexander Walker describe la sensación de "algo desproporcionado deprimente, desconcertante, terrorífico". La protesta de Joan Crawford al directivo de un estudio obedece a ese terror: "Ustedes hacen juguetes, no estrellas". O Bette Davis ante George Arliss: "En la Universal me pidieron que les enseñara las piernas. Ahora usted examina mi alma". Ante esta agresión a su identidad, el actor convertido en estrella no tiene otra opción que protegerla. La egolatría, que siempre rondó al actor, en la estrella adquiere proporciones enormes y no es otra cosa que un recurso defensivo extremo, derivado de la conciencia de su fragilidad. Gloria Swanson lo dijo así: "El público quería que fuéramos dioses, y lo fuimos".

La mitomanía que expresa Swanson no es el único ardid defensivo de la estrella. Otro recurso de protección de la propia identidad fue, por ejemplo, el cambio de nombre. Lo que al principio fue una exigencia de los estudios para evitar nombres vulgares en las pantallas, acabo siendo una exigencia de los actores para mantener reductos no vulnerados de su identidad.

Rara es la estrella cuyo nombre real coincide con su nombre mitológico. Theda Bara se llamaba en realidad Theodosia Barangers. El nombre de Natacha Rambova era Winifred Duhnut. John Wayne es Marion Michael. Morrison. Marlene Dietrich, María Magdalena von Losch. Robert Taylor, Spengler Brugh. Cary Grant, Archibald Leach. Marilyn Monroe, Norma Jean Mortensen. Fred Astaire, Frederick Austerlitz. Greta Garbo, Greta Gustafson. John Gilbert, John Pringle. Y centenares.

El mito de Pigmalión

La estrella necesitaba cubrir su identidad creando otra vida para ese otro nombre. El Olimpo griego tenía mensajeros, y Hollywood los creó a su imagen y semejanza. Esa es la peculiaridad de la publicidad del estrellato: crea unos intermediarios especiales, con permiso de entrada en las intimidades del Olimpo: Hedda Hopper, Louella Parsons y compañía, mitómanas que alimentaban una vida paralela del actor o actriz del estrellato.

Lauren Bacall

Hoy, cuando las grandes estrellas del pasado escriben sus memorias descubrimos que en casi nada coinciden con la memoria pública. La mitología de Lauren Bacall va envuelta con una neblina de hechos imprecisos. Pero su memoria personal no relata aquellos hechos, sino otros, los de una mujer llamada Betty Joan Perske.

Por ejemplo, a Lauren Bacall se le llamó The Look, la mirada. Una llamada, de abajo arriba, de sus ojos convertidos en fetiche erótico de una época.

La señora Perske desvela el secreto de aquella famosa imagen: tenía tanto miedo en su primer día de rodaje, que hubo de disimular los temblores de su barbilla apoyándola contra el pecho.

La identidad pública de la estrella dependía no sólo de los mensajeros del mito, sino también de un mito con nombre propio: Pigmalión. Una estrella jamás elaboraba su imagen, sino que era creación de un Pigmalión, del que dependía con frecuencia patológicamente. Griffith creó a Lillian Gish y Mary Pickford.

Había un dios de dioses: el director. Gloria Swanson fue una fiera domada por Cecil B. Demille. Joseph von Sternberg pudo exclamar "Marlene Dietrich soy yo". De las manos de Frank Niblo, Douglas Fairbanks salió acabado. Sin Cukor, Katharine Hepburn es impensable. Rex Ingram inventó a Rodolfo Valentino en una mañana. Quien, con órdenes secas, dijo a Bacall que apoyara su temblorosa barbilla contra el pecho se llamaba Howard Hawks.

La imagen de Marilyn Mónroe

Billy Wilder extrajo de Marilyn Monroe la imagen que hoy conoce el planeta entero. ¿Existiría Errol Flynn si no hubiera existido Raoul Walsh? Kim Novak era una marioneta de Richared Quine. Tras James Dean está la sombra de Nicholas Ray. Tras la de Marlon Brando, Elia Kazan. Y así una larga serie de parejas inconfesables, marcadas por una relación de dominio, de adicción y a veces de odio.

John Huston, en una sola película, El halcón maltés, puso orden en el batiburrillo de actor mal orientado que hasta entonces frenaba la carrera de Humphrey Bogart, y lo convirtió, probablemente a su pesar, en una estrella.

Cuando Bogart murió, Huston, tal vez algo abrumado por su responsabilidad, pronunció la oración fúnebre a Bogart, y en ella dijo: "Bogie amaba la dignidad de su oficio: era actor, no estrella". Fue el canto de un hombre sano a la salud de un amigo que murió de cáncer pero que había sobrevivido a la enfermedad del estrellato.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En