Tribuna:

Los males de la universidad

Los descontentos de uno y otro lado que ha provocado el proyecto de ley de Autonomía Universitaria han servido, entre otras cosas -según el autor de este artículo-, para poner al descubierto la mediocridad actual del mundo universitario español. Pero esto al margen, la conclusión es que el pacto UCD-PSOE se ha revelado inviable y, en consecuencia, se hace necesario, para la clarificación, que el partido de la oposición confeccione separadamente y con todo rigor su propio proyecto.

Hubo un lugar, que fue y es el nuestro, en el que dos partidos políticos, sentados en torno a una mesa de n...

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Los descontentos de uno y otro lado que ha provocado el proyecto de ley de Autonomía Universitaria han servido, entre otras cosas -según el autor de este artículo-, para poner al descubierto la mediocridad actual del mundo universitario español. Pero esto al margen, la conclusión es que el pacto UCD-PSOE se ha revelado inviable y, en consecuencia, se hace necesario, para la clarificación, que el partido de la oposición confeccione separadamente y con todo rigor su propio proyecto.

Hubo un lugar, que fue y es el nuestro, en el que dos partidos políticos, sentados en torno a una mesa de negociaciones, quisieron durante años realizar el milagro de lo imposible: crear una universidad nueva en un país viejo. El partido en el Gobierno pretende que nada cambie para que todo siga como siempre estuvo; el partido mayoritario de la oposición intentó la práctica del consenso, como si se tratase de un vicio solitario, cuando los tiempos del pacto ya fueron sepultados en el baúl de la polvorienta transición.Posiblemente, UCD sepa muy bien que la universidad es una institución cargada de siglos, cristalizada en los museos y dominada por un núcleo de mandarines. Quizá el PSOE cayó en la vieja tentación de tiempos más o menos heroicos en los que algunos iluminados imaginaron que se podía producir el espejismo de un islote democrático, la universidad, en el seno de un sistema autoritario, el franquismo.

Un triste derrotero

El triste derrotero seguido por el proyecto de ley de Autonomía Universitaria ha sido uno de los espectáculos más penosos recientemente vividos, pero también de los más ilustrativos. La lección primera y la más ejemplar ha consistido en comprobar, una vez más, que si el sistema político felizmente cambió, la sociedad española continúa anclada en el pasado, agarrada al vacío nostálgico de una comunidad que, acaso por derecho divino, debía permanecer siempre al servicio de unos pocos.

La segunda lección, para información general, ha sido poner al descubierto la mediocridad del mundo universitario español. Un universo diminuto que sólo sabe ponerse en marcha cuando se trata de unos intereses materiales reflejados en la nómina mensual. Unos mandarines que siguen manteniendo el dogma no ya del prestigio intelectual de la cátedra, sino del coto cerrado al que sólo accede una escogida minoría y que practican sobre todo el abuso de la influencia social y política derivada del poder de unos pocos. Unos jóvenes, ya no tan jóvenes, que pretenden el milagro de que el melancólico transcurrir de los años se convierta, por sí solo, en patente de corsario intelectual. Olvidando, como muy acertadamente recordaba Fernando Savater en estas mismas páginas, la vieja e indiscutible reivindicación del contrato laboral. El encono traslado a otro sector, el de los profesores agregados, que tuvieron la desgraciada ocurrencia de obtener su plaza en alguna universidad madrileña.

Tales lecciones son tristes. El ejemplo dado a los españoles por sus profesores universitarios, mezclando aspiraciones legítimas con pretensiones absolutamente corporativistas, ha sido de una vergonzante mediocridad. Alguien ajeno a este cerrado mundo bien pudiera pensar que no se estaba discutiendo acerca de una ley de Autonomía Universitaria, sino de un texto legal ordenador exclusivamente de los intereses y luchas de los distintos clanes de nuestro profesorado. Salvo contadas excepciones, poco o nada se ha dicho sobre la ridícula autonomía económica que se atribuía en el desgraciado proyecto a las autonomías genéricas. Y no es preciso recordar qué quieren decir las segundas si se prescinde de la primera, la financiera.

Son tantas las imperfecciones y tan mendaz el deseo reiterado de perfeccionar el monstruo que, para colmo de insensateces, en su último trayecto, los afectados discutían no ya el propósito general de la ley o su articulado, sino la inclusión o no de tal o cual disposición transitoria. Lógicamente, queriendo agradar a todos un poco, el proyecto final no satisface a nadie en nada.

El momento cero

Ha llegado el momento de archivar para el anecdotario de la pequeña historia la LAU. Hay que partir de cero. Se impone olvidar, aunque sea penoso y desilusione, todo lo hecho. Ser consciente de que una ley nunca puede ser un reglamento particular donde encuentre su asiento cada petición individual. Ya que ha fracasado, por culpa de UCD, el intento de pacto, es la hora de que cada partido asuma su propia responsabilidad. Está clarísimo el modelo de universidad a que aspira la derecha española; UCD ha desempeñado coherentemente su función histórica, y añada el que quiera las excepciones honradas, que las hubo y las hay. Que aquellos que persiguen una universidad transistorizada, donde todo se reduce a columnas de datos y juegos estadísticos, afirmen claramente su patrón ideológico. Que el PSOE, superada la onnubilación del pacto, ofrezca, desde ya y desde ahora, la alternativa socialista: una universidad con profesores de tiempo completo, rigurosa en las incompatibilidades, realmente autónoma en la selección de su profesorado y también, lógicamente, de sus alumnos, en razón de su competencia; centros de investigación y de docencia, nunca lugares de paso fugaz ni tampoco trampolín para otro género de actividades.

Cierto que un proyecto así no requiere grandes ropajes jurídicos ni una selva de minucioso articulado. Pero sí necesita algo imprescindible: el deseo no sólo de cambiar la universidad, sino también de transformar la sociedad. Lo uno no puede producirse sin lo otro. Una sociedad cerrada y desigual padecerá una universidad anacrónica al servicio de intereses particulares. Una sociedad abierta podrá articular una universidad nueva, y ello, necesariamente, también debe ir acompañado de un modelo cultural diferente. Durante años, el medio universitario y el medio de la cultura han caminado por senderos que raramente se encontraban. El que esto escribe tuvo la suerte, verdaderamente fortuita, de hacerse universitario en aulas por las que transitaron hombres como Ramón Carande, Manuel Giménez Fernández, Mariano Aguilar Navarro, que supieron ser, con toda plenitud y sin contradicciones, universitarios, intelectuales, difusores y creadores de cultura, al tiempo que se comprometían con opciones personales muy concretas.

Por tanto, no se trata en modo alguno de renunciar al pasado, que, en lo que vale y es nuestro, debemos asumirlo. Se trata, simplemente, de conservar la tradición salvable y de mirar hacia el futuro. El hombre de cultura, el intelectual, está obligado a tener un proyecto utópico, un proyecto que siempre debe estar pendiente de realización. Los hombres de cultura, y los universitarios han de serlo, no pueden renunciar a las utopías. Los partidos políticos que quieran transformar la sociedad nunca podrán entenderse con aquellos otros que aspiran a que nada cambie. Y téngase por muy cierto que, en condiciones tales, cada vez que se materialice un pacto, será difícil que, en materia educativa y cultural, las fuerzas conservadoras no se alcen con el triunfo y las fuerzas progresivas no pierdan parte de su identidad. Los universitarios españoles, los que desde siempre hemos apostado y nos hemos arriesgado por el cambio, conocemos qué modelo de universidad nos propone y nos propondrá siempre el pasado. Pero ya, aquí y ahora, queremos conocer y queremos participar en el ideal de universidad, por utópico que sea, que el partido socialista y todos aquellos grupos parlamentarios propicios al cambio estimen más favorable para la imprescindible transformación social y más realizable. Mientras, esperemos a las próximas elecciones legislativas y abandonemos definitivamente la negociación con aquellos que nunca pactan y nunca transigirán en lo que suponga menoscabo de un poder que siempre querrán absoluto.

Roberto Mesa es vicerrector de la Universidad Complutense.

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