Editorial:

La Prensa y el 23-F

EL DICTAMEN formulado por el fiscal en el proceso del 23 de febrero establece como hechos probados datos ya conocidos desde el pasado verano. Tampoco la petición contra los principales implicados en esos sucesos introduce modificaciones sustanciales ni en la calificación penal de sus conductas ni en las penas solicitadas. Sin embargo, la puesta a disposición de los informadores de los sesenta y cinco folios del escrito de acusación permite adivinar, a través de la utilización que una parte de la prensa está haciendo de su contenido, al menos dos líneas generales del ambiente informativo que va...

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EL DICTAMEN formulado por el fiscal en el proceso del 23 de febrero establece como hechos probados datos ya conocidos desde el pasado verano. Tampoco la petición contra los principales implicados en esos sucesos introduce modificaciones sustanciales ni en la calificación penal de sus conductas ni en las penas solicitadas. Sin embargo, la puesta a disposición de los informadores de los sesenta y cinco folios del escrito de acusación permite adivinar, a través de la utilización que una parte de la prensa está haciendo de su contenido, al menos dos líneas generales del ambiente informativo que va a rodear la celebración del juicio oral.De un lado, una concepción del periodismo digna de haber sido aprendida en las comedias norteamericanas lleva en ocasiones a desbordar los límites de la noticia y a colorear de amarillo los titulares de algunas informaciones. Pese a la irritación que pueda producir ese sensacionalismo, es preciso señalar que en buena medida este es el tributo que la libertad de Prensa y el ejercicio de los derechos constitucionales han de pagar para garantizar la autenticidad de un sistema democrático. Todos los regímenes que implantan la censura de Prensa o que fuerzan a los periodistas a la autocensura suelen disfrazar con motivaciones elevadas su decisión de echar mano de la mordaza. Ni que decir tiene, sin embargo, que entre una Prensa que vocifere a destiempo con sus alaridos -siempre corregibles, por lo demás, con un uso temperado y conveniente de las leyes comunes- y una Prensa que encubra bajo el manto de la responsabilidad su complicidad con el poder, la elección no es dudosa. Un régimen de libertades excluye la existencia de funcionarios públicos especializados, no se sabe en virtud de qué carisma, en establecer qué pueden leer y qué deben ignorar los ciudadanos.

Ahora bien, existe la posibilidad de que los medios de comunicación comprometidos con los valores del sistema constitucional -y entre ellos la propia libertad de expresión- renuncien a un tipo de frivolidad al que tienen derecho pero que puede poner en peligro, en un momento especialmente crítico, el disfrute unánime de las libertades en nuestro país. Un acuerdo entre los profesionales de la información sobre la manera más conveniente -para los intereses colectivos y el respeto a la legalidad constitucional- de tratar el juicio del 23 de febrero, a fin de que este proceso penal por rebelión militar no sea transformado en un juicio político contra la Monarquía parlamentaria, no podría ser confundido con el recorte de la libertad de expresión.

Porque infinitamente más grave que el atolondramiento sensacionalista es el lavado de cerebro que realiza la Prensa de la ultraderecha desde el mismo 24 de febrero pasado y que se ha hecho de nuevo visible con motivo del dictamen del ministerio fiscal. Con el absurdo pretexto de que cualquier noticia u opinión en torno a los hechos del golpe de Estado frustrado significa prejuzgar las actuaciones del Consejo Supremo de Justicia Militar, los libelistas cercanos al golpismo están realizando una campaña para persuadir al universo castrense de que la Prensa democrática es el vehículo de un juicio popular destinado a presionar a la justicia y a desprestigiar a las Fuerzas Armadas. Así, a la vez que protestan por la constatación de unos hechos probados a través de la retransmisión en directo del criminal golpe de estado del pasado año, y a la vez que acusan a los medios de comunicación de inmiscuirse en un asunto subjudice, no cesan de justificar el asalto al Palacio del Congreso mediante la teoría del contexto en que se produjo el golpe de Estado, ni de acumular eximentes y atenuantes en favor de los procesados por rebelión militar. Resulta así que los ideólogos del golpismo son los únicos que en realidad pretenden usurpar las funciones de los tribunales militares y prejuzgar la causa del 23 de febrero.

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El juicio que se avecina, se ha dicho muchas veces, va a ser la piedra de toque de todo el proceso de la transición democrática española. Si las sentencias fueran ridículas, si no satisfacieran las justas expectativas de la sociedad española, si no aplicaran una normativa penal que prevé severos castigos para quienes de forma tan grave atentaron contra la legalidad vigente, si albergaran sombra de componenda o si traslucieran una debilidad del poder emboscada tras la nobleza de la benevolencia, puede darse por seguro que se habrá minado la estabilidad del propio régimen y de la monarquía parlamentaria.

Ahora bien, para que las cosas sucedan como es debido, esto es, para que se juzgue en regla a los acusados, se garantice su derecho de defensa, se asegure una sentencia conforme a la ley y se consiga su aceptación por la sociedad y -mal que les pese- por los sectores anticonstitucionales que en ella pululan, es preciso un ambiente de serenidad por parte de los medios de comunicación. Es necesario, en suma, garantizar que los ciudadanos van a recibir toda la información sobre el juicio, que no les va a ser hurtado ningún dato, que tengan derecho a conocer y que, en definitiva, no exista la menor sospecha de apaño en torno a este proceso. Y también, al mismo tiempo, es preciso no hacer el juego a los golpistas, no darles en los medios democráticos otra tribuna que no sea la estrictamente informativa, no contribuir a la intoxicación, no servir en una palabra de caja de resonancia a sus mentiras.

Hay que decir, por desgracia, que ésta no es hoy por hoy la actitud de toda la prensa y que los medios de comunicación del Estado, por ejemplo, brillan por su confusión y por su manipulación de estos temas, muchas veces en manos de sectores golpistas o de quienes les rodean. En las presentes circunstancias, una entrevista con los acusados o un artículo fruto de su imaginación -aunque hablen del gazpacho o del clima de la piel de toro- no tienen el carácter de una primicia periodística sino los perfiles de un material intoxicador de primer orden al servicio de la estrategia golpista, momentáneamente desactivada pero siempre dispuesta a retomar la ofensiva. Como tal es preparado ese supuesto material informativo como tal busca las vías para salir a la luz, como tal es concebido y urdido desde el principio. Es preciso, pues, hacer notar que las circunstancias de atribulamiento familiar o corporativo que el juicio a los rebeldes comporte interesan mucho menos que el discernimiento de la culpabilidad de los acusados por parte de los jueces.

En repetidas ocasiones, de forma pública y privada, los responsables de este periódico han afirmado la necesidad de que, durante la celebración del consejo de guerra, se establezca un autocontrol voluntario de cuantos medios de comunicación apoyen el sistema democrático a fin de garantizar precisamente estas dos cosas: la primera, que toda la información será servida al público, sin interferencias gubernamentales ni de otro género; la segunda, que en evitación de las manipulaciones ideológicas de los sectores golpistas, se pondrá especial cuidado en rechazar maniobras tergiversadoras de esos sectores disfrazadas de libre opinión o debate de ideas. Este pacto debería limitarse exclusivamente a estos dos extremos y, de añadidura, ser del conocimiento público, hacerse bajo los auspicios del gobierno y las fuerzas políticas, y no tener otra caución que la propia voluntad de los profesionales del periodismo y de los empresarias de los medios. En una palabra, el autocontrol voluntario de la prensa democrática no puede significar la implantación de ningún tipo de censura, consigna o dirigismo. En honor a la verdad es preciso decir que el ejecutivo, a quien corresponde un papel de primer orden en este terreno, ha sido incapaz hasta el momento de dar un solo paso importante al respecto y se ha diluído en consultas preliminares y en temores ante los medios de comunicación injustificados, sobre todo si se tiene en cuenta que esos pudores brillan por su ausencia cuando se trata de ejercer presiones sobre la prensa en torno a intereses electorales o partidistas.

Ante esta inanidad bien merece la pena que desde EL PAIS se hagan al menos explícitas para nuestros lectores nuestras pautas de actuación, que son la ya tantas veces reiteradas en este editorial: No ocultar ninguna información, no prestarse a ningún tipo de manipulación, no ofrecer tribuna a los enemigos de la libertad -de otras tribunas disfrutan y ese es el mérito del régimen democrático-. Esta línea de conducta no ha de ser modificada por el hecho de que diarios o medios de la competencia pretendan establecer una suicida carrera comercial de aumento de las ventas o de excitación de la opinión a través del tratamiento sensacionalista del juicio del 23-F. Estamos convencidos de que la inmensa mayoría de los españoles comprometidos con las libertades entienden y apoyan esta postura y estamos también seguros de que la misma es, a su vez, compartida por la inmensa mayoría de nuestros colegas. Esa actitud dubitante del poder político para afrontar la amenaza que se le viene encima no nos extraña. Pero puesto que tal amenaza acecha en realidad a todos los ciudadanos, pensamos que debemos combatirla en la medida de nuestras fuerzas.

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