Tribuna:

La inenarrable adolescencia española

La sociedad española prolonga año tras año su inenarrable adolescencia. ¿Ha sido alguna vez madura, adulta? Bien conocidos son estos cuarenta años pasados en la típica actitud de expectativa juvenil: cuando me dejen, cuando pueda, cuando empiece a vivir, cuando yo sea realmente yo ... Bien conocido es ese continuo aplazamiento de la identidad y de la decisión, ese intento siempre postergado de echar a andar, de una vez por todas, esa imposibilidad de vivir consecuentemente el presente; la inestabilidad de quien cada día se pone en tela de juicio, la dificultad de aceptarse tal como se e...

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La sociedad española prolonga año tras año su inenarrable adolescencia. ¿Ha sido alguna vez madura, adulta? Bien conocidos son estos cuarenta años pasados en la típica actitud de expectativa juvenil: cuando me dejen, cuando pueda, cuando empiece a vivir, cuando yo sea realmente yo ... Bien conocido es ese continuo aplazamiento de la identidad y de la decisión, ese intento siempre postergado de echar a andar, de una vez por todas, esa imposibilidad de vivir consecuentemente el presente; la inestabilidad de quien cada día se pone en tela de juicio, la dificultad de aceptarse tal como se es. Nadie podrá negar la contumacia de esa magnífica esperanza asesinada cada día y cada día renacida.La sociedad española participa de muchos de estos comportamientos. Su adolescencia perdura a través de los tiempos: siempre trata de encontrarse a sí misma y en . ese vano intento se pierde cada vez más. Suele poner en marcha una esperanza cotidiana en la que confía más que en cualquier providencia infalible. Una esperanza que funciona sola y que le mantiene satisfecha.

Después de cuarenta años se murió el padre, en muerte largamente anunciada y deseada. Parecía evidente que tal golpetazo haría reaccionar a la sociedad española instándola a una madurez aún posible y fecunda. Y no. Siguió aferrada a la adolescencia, es decir, al reino de la provisionalidad. Hay quien piensa que arrastra el trauma de no haber sido capaz de matar al padre, como mandan los cánones clásicos. Es una explicación, pero no resulta del todo convincente.

El hecho es que se ha perdido una ocasión única. Podríamos caer en la tentación y decir: "Bueno, instalémonos entonces en la adolescencia, asumamos ese estado, al fin y al cabo no se están mal". Ignoro hasta qué punto puede una sociedad permitirse ese lujo. La adolescencia es inestable por naturaleza.. Lo propio de su definición no es la autocrítica del pasado, sino la puesta en cuestión histérica de ese pasado -venganza o destrucción-, porque lo que a esta

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sociedad imberbe le interesa del futuro es su analcanzabilidad; esto es, la carencia de decisión, de esfuerzo o de raciocinio, basta la contemplación y la esperanza expoliada. Lo decisivo es la no aceptación del presente, ámbito que implica actuación, compromiso, responsabilidad. Tal actitud no es utopista, como alguno pudiera pensar, sino bobalicona, estéril, musaraña.

La sociedad española lleva cinco años de transición y, aunque parezca increíble, su adolescenciación se ha afianzado. Tras los primeros tiempos en que pareció observarse un cierto despegue, pronto se comprobó que el atavismo podía más y que la adolescencia habría de convertirse en sistema. A ello han contribuido varios sustos históricos, diversas amenazas y pesadillas (el 23-F entre otras), que han sumido a nuestra adolescente sociedad en un estado de ansiedad y pánico. En estos casos, el sentimiento de orfandad y abandono resulta característico, y el ente social retrocede en busca de mayores seguridades.

Es muy triste confesarlo, pero la sociedad española anda por ahí despendolada buscándose un padre. Quiere dotarse de un nuevo padre, por propia voluntad; no impuesto como la otra vez. Anhela un padre al que respetar, que sea bueno, no como el anterior, que fue malo. Naturalmente, todas las miradas convergen en el Rey.

Y así, casi sin darse cuenta, de tumbo en tumbo, de desencanto en desencanto, de debilidad en debilidad, la sociedad española, más adolescente que nunca, anda haciéndole carantoñas al Rey, musitando salmodias al Rey, para que se convierta en padre y la proteja y la salve de los peligros del mundo y de la historia, que tan ferozmente acechan.

La autocompasión cantada por las esquinas conduce a estas penosas dimisiones de la propia personalidad. Esta sociedad sigue viviendo bajo el síndrome del problema de España, del dolor de España. ¡Ay! Ved cómo se mira a sí misma de la mañana a la noche en busca de esa dulce inseguridad, esa zozobra que conduce a la protección paterna. En lugar de escrúpulos de conciencia y dolor de corazón, lo que se necesita son dos piernas robustas para echar a andar. No debe seguirse con la obstinada masturbación que tanto tiempo roba.

Las sociedades vecinas hace tiempo que acabaron con tanto chisme. Llevan siglos de identidad asumida, de casa firme y habitable. En ella viven los problemas de cada día, que ya es bastante. La sociedad española cíclicamente destruye su solar para intentar después reconstruirlo.

Nada de esto es nuevo, lo conocen hasta los escolares. Y, sin embargo, sigue siendo el entramado sobre el que se desarrolla la vida nacional. Por eso, cualquier mediocre psicólogo sabría qué decirle a esta sociedad española: sobre todo no caigas en la trampa de buscarte un padre, eso no haría más que prolongar tu inenarrable adolescencia.

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