REVISTA MUSICAL

Carne fresca de Hollywood

La madrileña sala de fiestas Windsor presenta actualmente una revista musical americana, ¡Hurra, Hollywood!, original de Bill Lloyd. El espectáculo tiene ritmo, colorido, elegancia y un toque inusual de diferencia. Es decir, nadie hallará aquí la plástica garbancera y mantecosa, a veces deliciosa por canalla, de los despojos revisteriles patrios. Estos bailarines crean un círculo de serenidad bailable, oyen pitidos de blancos trenes lejanos, sienten las curvas de los rieles que asuenan la circunferencia del pecado y llegan a la meta de la insinuación sin echar mano de lo sórdido.Son dif...

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La madrileña sala de fiestas Windsor presenta actualmente una revista musical americana, ¡Hurra, Hollywood!, original de Bill Lloyd. El espectáculo tiene ritmo, colorido, elegancia y un toque inusual de diferencia. Es decir, nadie hallará aquí la plástica garbancera y mantecosa, a veces deliciosa por canalla, de los despojos revisteriles patrios. Estos bailarines crean un círculo de serenidad bailable, oyen pitidos de blancos trenes lejanos, sienten las curvas de los rieles que asuenan la circunferencia del pecado y llegan a la meta de la insinuación sin echar mano de lo sórdido.Son diferentes. O sea, no hay varices, cardenales, grasas delirantes o taparrabos estampados. Y tal vez haya que remontarse al comienzo de los años sesenta, cuando Alfredo Alaria puso en escena Diferente, para hallar unos cuerpos sin el encono agridulce del género nacional. Las mujeres de ¡Hurra, Hollywood! rivalizan con los objetos anatómicos del mejor papel couché, unen al dogma de la carne fresca lo ameno del movimiento seductor y el presagio de un sueño desorbitado y gratuito.

Las visiones propuestas son atinadaniente febriles. No faltan plumas, lucecitas galácticas, rubias cabelleras, gritos de placer y risas permanentes. El personal, aunque va de fino, coincide en un rumor tembloroso: «¡Cómo está el ganado!» Ellas, triunfales, siguen moviéndose como un exótico escaparate, ilesas al término de cada exaltación, felices de sus ubres ubérrímas, regalándole al nublado espectador las líneas generales de sus particulares circunferencias. Tres impecables bailarines dirigen con fantasía el ondulado naufragio.

Todo es como un auto sacramental profano, sin mayor moraleja que lo obvio, la alorificación del cuerpo humano, la muestra de la últirna carne fresca. Lástima, sin embargo, que el espectáculo se quede en un hermoso decorado, dentro del cual no ocurre nada. Falta, por lo menos, una estrella central. Los dos cantantes que aspiran a ese puesto producen más piedad que dicha con sus sosas intervenciones. De ahí que sea necesario colmar esa laguna, pues la troupe de ¡Hurra, Hollywood! piensa permanecer en esta sala a lo largo de tres meses.

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