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La fragilidad de la democracia / 2

La fragilidad de la democracia española se inscribe en el cuadro de lo que se ha llamado «cortacircuito de la modernidad» o «crisis de la modernización». En el artículo anterior definimos las coordenadas -el «particularismo» premoderno, tanto de la sociedad como del Estado- dentro de las cuales hay que explicar las actuales dificultades.Por lo que respecta a la esfera social, los españoles no contamos con tradiciones democráticas que hayan realmente calado, ni hemos sido educados en un espíritu de tolerancia y libertad, ni la sociedad española está lo. suficientemente vertebrada en grupos inte...

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La fragilidad de la democracia española se inscribe en el cuadro de lo que se ha llamado «cortacircuito de la modernidad» o «crisis de la modernización». En el artículo anterior definimos las coordenadas -el «particularismo» premoderno, tanto de la sociedad como del Estado- dentro de las cuales hay que explicar las actuales dificultades.Por lo que respecta a la esfera social, los españoles no contamos con tradiciones democráticas que hayan realmente calado, ni hemos sido educados en un espíritu de tolerancia y libertad, ni la sociedad española está lo. suficientemente vertebrada en grupos intermedios -entre la familia y los entes públicos- en los que hayamos practicado la convivencia democrática. Para la mayoría de los españoles, la democracia es un vocablo del lenguaje político, fundamentalmente ideológico, por el que generalmente se siente simpatía, pero muy alejado de la experiencia cotidiana. En consecuencia, la capacidad de lucha en favor de la democracia que tiene la sociedad española, no ,siendo despreciable, como lo ha demostrado el largo combate contra el franquismo, de ningún modo resulta suficiente para contribuir enérgicamente a su consolidación. Lo hemos corroborado reiteradamente en los cuarenta años de dictadura, en el período clave de 1976-1977, en la noche del 23 de febrero.

Socialmente, la democracia española es débil y continuará siéndolo, en el mejor de los casos, por lo menos una generación. Sin embargo, dada la complejidad alcanzada, y si se mantiene la actual correlación de fuerzas, para nadie realmente de peso resulta pertinente el experimentar con sistemas políticos mucho más primitivos y, a la larga, menos manejables. El argumento más fuerte que tiene la izquierda para convencerse de lo improbable de un segundo golpe es que sería absolutamente innecesario, ya que el poder económico y social continuaría en las mismas manos. De los «poderes fácticos» que actúan en la sociedad no cabe esperar un gran esfuerzo para sustituir a las actuales instituciones democráticas -hasta ahora han dado un juego que les favorece-, pero tampoco una defensa contumaz en caso de quiebra. En esta positiva neutralidad, que llega incluso hasta un apoyo claro, radica una diferencia sustancial con la anterior experiencia democrática, la republicana, en la que Iglesia y poder económico conspiraron abiertamente contra el orden vigente.

En la sociedad, las bases de la democracia son débiles, pero existentes, y el desarrollo económico, social y cultural en curso, opera a favor de la consolidación de la democracia. En cambio, el riesgo mayor de involución, la amenaza más contundente contra la pervivencia de la democracia, radica, a mi parecer, en el aparato del Estado. Reconozco que semejante tesis puede dar pábulo a no pocos malentendidos si no se rechaza en bloque como una provocación. Con todo, importa en este punto conseguir alguna claridad, aunque tengamos que tocar cuestiones escabrosas,

Al que ha vivido veinte años fuera de Españáillaman la átencion los cambios profundos operados en la sociedad: el proceso de secularización ha avanzado ostensiblemente, la liberalización de las costumbres es patente; en fin, la sociedad industrial ha traído consigo nuevas formas de vida, de comportamiento social. En cambio, como vivencia directa, el aparato del Estado ofrece el mismo aspecto tradicional: basta recorrer los pasillos de un ministerio para descubrirnos en el «tercer mundo». Si tomamos contacto con instituciones tan fundamentales como pueden ser los hospitales, los juzgados o las universidades, tenemos la sensación de que han quedado fijas en los años cincuenta, sólo que masifícadas. A trancas y barrancas, la sociedad española ha evolucionado y, sin hacernos grandes ilusiones sobre su pretendida modernidad, son innegables transformaciones profundas. En cambio, resulta espeluznante encontrarse veinte años después con la misma incapacidad administrativa, con el mismo burocratismo esperpéntico, ahora mil veces más angustioso, porque la divergencia entre las necesidades sociales y la oferta estatal ha aumentado considerablemente. El desequilibrio creciente entre las demandas de la sociedad y la capacidad de respuesta de la Administración es un factor continuo de desánimo de desencanto y de desestabilización.

De lo primero que hemos de dejar constancia es que el aparato del Estado, lejos de constituir un factor de modernización, como lo fue el prusiano a lo largo del siglo XIX, necesita modernizarse. Lo grave es que en su cúspide carece de la minoría dirigente -ya dijimos que el franquismo la disolvió en el cinismo o la marginación- capaz de llevar a cabo tan descomunal empresa. Ahora bien, sin una descentralización, modernización y democratización profundas, el aparato del Estado resulta incompatible con el tipo de sociedad y de Estado que prevé la Constitución.

Privilegios dentro del Estado

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Hemos heredado un aparato estatal premoderno, formado por un conglomerado de cuerpos especiales, que tiende cada uno de por sí a formar un Estado dentro del Estado. Resulta trágicamente evidente para la Administración militar, pero no es el único caso ni tal Vez el más desestabilizador. La misión especial de las Fuerzas Armadas en todos los países las configura como un reservado particular, y larga ha sido la lucha -piénsese en la vecina Francia- para conseguir su plena supeditación a la autoridad civil. El que las Fuerzas Armadas actúen como un «poder fáctico» de excepcional influencia es una característica propia de todos los países tercermundistas y, en nuestro caso, signo claro de la distancia que nos separa de la Europa comunitaria, a la que aspiramos a integrarnos. El militarismo -es decir, la intromisión de las Fuerzas Armadas en la política nacional- es un fenómeno propio de las sociedades llamadas en transición, que podemos estúdiar, en su enorme variedad de tipos, en América Latina, Asia y Africa. Fenómeno que, por lo demás, no fue extraño a algunos países desarrollados, hoy aparentemente libres de esta carga: Francia, Alemania, Japón. Lo que tiene que quedar muy claro es que la influencia del militarismo está en relación directa con la incapacidad de modernizarse y aparece normalmente como un factor sustitutivo del vacío de poder que conlleva este fracaso. Por lo general, no son las Fuerzas Armadas las que impiden la modernización -eso sí, dentro de los estrechos límites que enmarcan - las estructuras de poder dadas-, sino que reaccionan al vacío de poder o las tensiones sociales que provoca un impasse en cuestión tan decisiva. Una nación que no logre modernizarse paulatinamente y por medios democráticos está condenada a la intervención periódica de las Fuerzas Armadas.

No vale, por tanto, deshojar la margarita sobre las probabilidades del golpe; dependen, en último término, de nuestra capacidad de resolver los problemas pendientes, y el que en el actual momento histórico parece clave consiste en la reforma de la Administración, de modo que sea coherente con el programa de modernización y de descentralización autónomica que exige la convivencia libre de los pueblos de España. Reforma de la Administración, construcción del Estado de las Autonomías y consolidación de la democracia, son caras diferentes de un mismo problema: el de adaptar el aparato del Estado a las exigencias de la sociedad española, satisfaciendo sus demandas de servicios, pero también de descentralización y de autonomía.

En teoría, caben distintas formas de un Estado moderno y eficaz. En España, con nuestra historia y la clara tendencia centrífuga de algunas comunidades periféricas, no cabe más que una salida autonómica. Justamente, en razón de la debilidad corporativa del Estado disgregado premoderno, han surgido, en el País Vasco, y en menor medida en Cataluña, tendencias independentistas, todavía muy minoritarias, pero no menos reales. El Estado heredado viene cuestionado, no sólo por la sociedad én general en razón de su inoperancia, sino frontalmente por grupos armados, que pretenden constituir un Estado nacional propio. Así de duros son los hechos. Mayor fracaso no cabe atribuir a un modelo de Estado. Dominar a los grupos terroristas supone no la reacción brutal de un Estado premoderno -su éxito por grande que fuere a corto plazo duraría tanto como se mantuviese encadenado a todo el país, para que después renaciese con mayor vigor-, sino aislarlos de su entorno con la oferta de un nuevo Estado democrático, y por tanto autonómico, que permita el desarrollo libre de cada pueblo de España. El que de verdad sienta la unidad de España y sea capaz de otear el horizonte con una larga perspectiva histórica, no puede querer el éxito represivo de hoy, para pagarlo mañana con la disgregación de parte del territorio nacional. La experiencia de este último siglo ha puesto de manifiesto que el centralismo autoritario, aun en sus formas más dictatoriales, no ha servido más que para que se cuestione, cada vez con mayor fuerza, este tipo de Estado y con él incluso la unidad de España. Mantener a España unida pasa por el reconocimiento de las autonomías, por lo menos, en Cataluña y el País Vasco, donde la conciencia de pueblo y el apoyo social son claros y contundentes.

Autonomías, pero de verdad

Ahora bien, aceptar las autonomías para dos comunidades implica su integración en un sistema homogéneo y unitario, que por principio no puede ser centralista. Es absolutamente inviable el mantenimiento de dos comunidades autónomas, como apéndices de un Estado centralista, aunque se tolere un cierto grado de descentralización en los demás territorios. El principio de unidad exige autonomías para todos o para ninguno. Otra cuestión es el mapa de las autonomías, que ha de responder a criterios realistas de eficacia. La unidad del Estado es una característica irrenunciable del Estado moderno, que nada tiene que ver con su carácter centralista o federal. Francia y la República Federal de Alemania son dos Estados modernos, que mantienen su unidad básica, aunque el uno sea centralista y el otro federal. Lo grave y lo característico de nuestro subdesarrollo, es que hemos heredado un Estado centralista y autoritario, pero en su estructura básica disgregado en multitud de cuerpos y de situaciones admidistrativas, incluidos los entes autónomos, con caracteres a menudo premodernos. La unidad del Estado la garantiza su homogeneidad y supeditación a los mismos principios legales, aunque quepan diferencias territoriales, y no específicas de cuerpos como ahora ocurre.

En la actual situación de España y teniendo en cuenta la necesaria reforma de la Administración, tal vez fuera aconsejable mantener un principio unitario de todos los funcionarios del Estado, que incluiría a los adscritos a la Administración Central y a las Comunidades autónomas, reconociendo explícitamente, como se impone, el carácter de Estado para ambas. Un cuerpo único de funcionarios constituiría una fuerza centrípeta de primera magnitud. Reducir, en cambio, el concepto de funcionario estatal al servidor de la Administración central, creando a su vez nuevos cuerpos de funcionarios vinculados a las Comunidades autónomas, amén de una multiplicación innecesaria de la burocracia, sentaría las bases para un país ingobernable, con continuos contenciosos interadministrativos. La unificación de la Administración del Estado, entendido en todo su alcance, además de constituir una primera forma de racionalización, es el gran reto que lanza el Estado de las Autonomías y que necesita resolverse antes de que las Comunidades se pongan en funcionamiento. En dos llevamos retraso y se han cometido, en este tema, errores gravísimos, que aún pueden corregirse, pero muy pronto puede ser demasiado tarde.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín y secretario de Cultura de la ejecutiva federal del PSOE.

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