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El Kissinger de Reagan

Al presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan hay que reconocerle el mérito de haber acabado en menos de 30 días con la vieja contradicción entre el Departamento de Estado y el Pentágono. Lo consiguió de un sólo plumazo, al nombrar como maestro de su diplomacia al general Alexander Haig, un militar inteligente y feroz que ha leído a los clásicos griegos y latinos, que ama a los perros bravos y la buena cocina europea; y que sería capaz de manejar los dos ministerios más importantes de su país como si fuera una sola cosa. Es el Kissinger de Reagan, pero con la ventaja adicional de sus cuatro e...

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Al presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan hay que reconocerle el mérito de haber acabado en menos de 30 días con la vieja contradicción entre el Departamento de Estado y el Pentágono. Lo consiguió de un sólo plumazo, al nombrar como maestro de su diplomacia al general Alexander Haig, un militar inteligente y feroz que ha leído a los clásicos griegos y latinos, que ama a los perros bravos y la buena cocina europea; y que sería capaz de manejar los dos ministerios más importantes de su país como si fuera una sola cosa. Es el Kissinger de Reagan, pero con la ventaja adicional de sus cuatro estrellas.La primera noticia pública de¡ general Alexander Haig la dio Henry Kissinger en sus memorias. No eludió ningún recurso literario para llamar la atención sobre aquel militar con ínfulas de intelectual europeo que fue tal vez la persona más cercana a Nixon durante el drama de Watergate. Kissinger dejó sentado en su libro que fue él quien sobrellevó el delicado encargo de vigilar a Nixon en los últimos días de su infortunio para impedir que hiciera una locura final, inclusive la que podría parecer menos verosímil en Estados Unidos: un golpe de Estado contra la soberanía del Congreso.

A quienes habíamos leído con la atención merecida aquel libro, a la vez fascinante y abominable, no podía, sorprendernos que el presidente Reagan hubiera encomendado al general Haig el alto honor de devolverle a Estados Unidos su maltrecho prestigio mundial.

Tampoco nos equivocamos en la profecía fácil de que el esfuerzo había de comenzar por América Latina. Lo han demostrado esos primeros treinta días del presidente Reagan, con las tentativas inaugurales de una diplomacia de mano dura, y un renovado aliento de guerra -destapada o encubierta- en América Central y el Caribe. El Salvador está en llamas. El embajador de Estados Unidos en ese país, un realista llamado White, había sido condenado a muerte por la extrema derecha sólo por haber dicho en público muchas veces que una intervención de su país en El Salvador sería favorable a la extrema derecha. Al general Haig, que es un reaccionario químicamente puro, no podían asustarle estos pronósticos. Al contrario: la decisión de asistir en su agonía a la Junta de Gobierno de El Salvador con toda clase de recursos mortíferos, sin intentar ninguna solución intermedia, es un acto machista que define muy bien el estilo de la nueva diplomacia militar.

Nicaragua no ha vuelto a dormir tranquila. A pesar de su decisión reiterada y evidente de implantar un sistema de gobierno independiente de todo centro mundial de poder, la hostilidad de Estados Unidos se ha visto recrudecida en estos treinta días. Las incursiones de bandas somocistas por sus fronteras son cada vez más frecuentes. En este fin de semana se tenían noticias confidenciales de una invasión más grande desde Guatemala. Cuba, por su parte, está otra vez en pie de guerra. No sólo desde el día de la posesión del presidente Reagan, sino desde la misma noche de su elección. Allí nadie ha tomado a la ligera las amenazas de la campaña electoral, que los primeros actos del general Haig no han hecho sino confirmarlas. Es injusto, sobre todo porque este Estado de tensión nacional impone a Cuba una distracción extraordinaria de sus recursos civiles, en un año de gracia en el que el racionamiento de la comida y la ropa se han resuelto en la práctica, y el país se prepara para una de las zafras más fructíferas de este siglo, gracias a una conducta económica más realista, a un invierno frío y sin aguas y, a un precio favorable del azúcar en el mercado mundial.

Sin embargo, el Gobierno de Panamá es el primero que ha conocido de un modo directo la vocación imperial y el estilo rupestre del general Haig, en una nota verbal inconcebible que le hizo llegar la semana pasada. El embajador de Estados Unidos en Panamá, un liberal simpático que habla el catalán sin acento y un castellano riguroso con todas sus zetas inútiles, vivió dos veces el mal rato de transmitirla de viva voz, en audiencias separadas al presidente Arístides Royo y al general Omar Torrijos. Es una nota tan inadmisible que no puedo resistir a la tentación de una infidencia.

EJ general Haig -según la nota verbal- se congratula con las buenas relaciones entre Panamá y Es tados Unidos. Se congratula con el hecho de que el Gobierno panameño hubiera celebrado elecciones en 1980, y con el proyecto de hacer otras en 1984. Entiende que existan relaciones entre Cuba y Panamá, pero le preocupa que sean tan buenas, y le preocupa sobre todo que el intercambio comercial de los dos países esté contribuyendo a romper el bloqueo impuesto por Estados Unidos desde hace más de veinte años. Le preocupa la presencia creciente de personal en la embajada cubana en Panamá y la influencia que estos funcionarios ejercen sobre el Gobierno panameño. Le preocupa la presencia de una flota pesquera cubana en las aguas territoriales pariameñas y que Cuba utilice a Panamá para mandar, armas y gentes entrenadas a El Salvador.

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El presidente Royo, que es un, hombre inteligente y culto, le dictó al embajador una respuesta serena a cada una de las preocupaciones del general Haig. «Me preocupa mucho la ejecución de los tratados Torrijos-Carter sobre el canal interoceánico, porque Estados Unidos no le está dando estricto, cumplimiento», dijo para comenzar. Precisó una vez más que Panamá es un país no alineado, y con una política exterior independiente. Confirmó que, en efecto, Panamá está en contra del bloqueo a Cuba, «porque estamos en Contra de bloquear una nación hermana sólo por tener un sistema distinto del nuestro»; dijo que es cierto que Panamá mantiene muy buenas relaciones con Cuba, pero precisó que son mucho menos importantes que las que mantiene Estados Unidos con China y la Unión Soviética.

«En Panamá no nos preocupan los comunistas, y creemos en el pluralismo ideológico», prosigue el presidente Royo, «y el día en que empecemos a perseguir tendencias e ideologías volveremos a tener violencia». Reiteró que la flota pesquera de Cuba -que en realidad está compuesta por dos barcos- sólo se dedica a pescar, y rechazó por falsa la afirmación de que fuera cada vez mayor la presencia de personal cubano en la Embajada de Panamá. Rechazó también la afirmación de que los cubanos influyeran sobre el Gobierno de Panamá, «pues lo impide el respeto mutuo entre los dos Gobiernos».

«Es falso», dijo por último el presidente Royo, «que se utilice a Panamá para enviar tropas y armas a El Salvador. Ningún país latinoamericano lo ha hecho. El único país que contra nuestra voluntad ha utilizado nuestro territorio para incursiones en El Salvador es Estados Unidos». El presidente se refería, por supuesto, al envío de recursos al Gobierno de El Salvador desde las bases que todavía tiene Estados Unidos en la zona del canal, y al entrenamiento de tropas salvadoreñas en los territorios que todavía no han sido recuperados por Panamá.

El general Omar Torrijos oyó la lectura de la nota masticando su puro y tratando de someter el mechón rebelde qué siempre le cae sobre la frente. Al final pidió a su secretaria una hoja de papel y escribió la respuesta de su puño y letra: «Doy este mensaje como no recibido por haberse equivocado de destinatario. Debió ser enviado a Puerto Rico.».

Copyright, 1981. Gabriel García Márquez/ACI.

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