Editorial:

¿Que inventen ellos?

LA SUPRESIÓN del Instituto Nacional de Ciencias de la Educación, que presumiblemente arrastrará en su caída a los ICE, a los que coordina y alimenta presupuestariamente, sigue, en pocos días, a un convincente «manifiesto de los científicos españoles ante la situación de la investigación en el país» (véase EL PAIS de 8-10-1980) y a la huelga de profesores numerarios universitarios.Sin duda, en esta concatenación de sucesos, de una forma u otra relacionados con los problemas de la investigación científica en España, es preciso separar el grano de la paja y distinguir entre las buenas razones que...

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LA SUPRESIÓN del Instituto Nacional de Ciencias de la Educación, que presumiblemente arrastrará en su caída a los ICE, a los que coordina y alimenta presupuestariamente, sigue, en pocos días, a un convincente «manifiesto de los científicos españoles ante la situación de la investigación en el país» (véase EL PAIS de 8-10-1980) y a la huelga de profesores numerarios universitarios.Sin duda, en esta concatenación de sucesos, de una forma u otra relacionados con los problemas de la investigación científica en España, es preciso separar el grano de la paja y distinguir entre las buenas razones que asisten a quienes critican al Ministerio de Universidades y al Ministerio de Educación y las situaciones de privilegio, parasitismo y poder que tratan de ampararse al socaire de unas quejas plenamente justificadas. Así, las reivindicaciones salariales de los catedráticos universitarios sólo moverán a una incondicional simpatía cuando marchen en paralelo con el cumplimiento por todos los miembros de ese distinguido escalafón de sus deberes docentes y con el propósito de ampliar a los profesores no numerarios, que muchas veces trabajan duro y con escasa paga para cubrir el absentismo de los numerarios, esos beneficios económicos. Por lo demás, los catedráticos, aunque no lo sean de Derecho Laboral, tienen que saber que la utilización de un instrumento tan contundente corno la huelga lleva normalmente aparejada la pérdida de los haberes de los días no trabajados. O, al menos, que debería ocurrir así en el caso de que el sector público deseara, de verdad, convertirse en un espejo ejemplar para el sector privado.

En lo que se refiere al Incie, que se ocupa de investigación educativa y también del reciclaje del profesorado, y a los centros de investigación científica alimentados por fondos púbicos, también parece prudente no meter en un mismo saco, donde todos los gatos pueden convertirse en pardos, los abusos que han anidado con tanta frecuencia en las cúpulas administrativas de los organismos oficiales y las penurias, dificultades y obstáculos que los científicos e investigadores, en sentido estricto, han padecido y siguen padeciendo en nuestro país. Al igual que en la universidad, la misión del Gobierno en esos centros no es vaciar el agua sucia de la bañera con el niño dentro, sino terminar con los incumplimientos y despilfarros para poder destinar esos fondos rapiñados por titulados absentistas al pago de sueldos decentes a los investigadores.

En el campo del trabajo científico, nuestros gobernantes, aunque sean insensibles a los valores intelectuales, deberían, al men.os, prestar atención a las dimensiones estrictamente económicas del problema. España es el país europeo que, con excepción de Portugal y Grecia, menor porcentaje de su PIB dedica al financiamiento de la investigación, lo que redunda en el elevado coste de royalties pagados al exterior y en nuestra patética dependencia tecnológica, ya que es un hecho sabido que no es posible una tecnología propia competitiva sin un fuerte desarrollo de la ciencia básica. Aunque la polémica de la ciencia española se remonta a los orígenes de la modernidad, genios solitarios, como Ramón y Cajal, dentro de nuestras fronteras, y el talento para la investigación derriostrado fuera del país por los que se vieron obligados a exiliarse o a emigrar, de los que Severo Ochoa es sólo un ejemplo, convierten en una mercancía de baratillo el embeleco de la supuesta incapacidad de nuestra raza para los trabajos y el descubrimiento científicos.

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El manifiesto del que antes hacíamos mención debería ser estudiado con cuidado por esos administradores del Estado a los que, no sin cierta sorna, aluden los firmantes del escrito. Al afirmar que la situación de la ciencia en España es indigna de un país desarrollado, que carecemos de política científica, quevivimos en un clima de pragmatismo propio de una sociedad colonial y que la única forma de conseguir una ciencia mejor y más útil para nuestro país es una universidad científica y la renovación y potenciación de los centros de investigación, el manifiesto pone el dedo en la llaga de un mal histórico que no hace sino agravarse a medida que los países avanzados reclutan y dan empleo a nuestros jóvenes investigadores. Mientras en Estados Unidos o Europa se ofrece a los licenciados españoles que apuntan talento y tienen vocación sueldos dignos, trabajo seguro y medios para investigar, en España, los aspirantes a científicos, si optan por no expatriarse, encontrarán miseria económica, inseguridad laboral, sordidez ambiental, carencia de estímulos y pobreza de medios.

Los firmantes del manifiesto tienen toda la razón cuando afirman que «nuestro país difícilmente alcanzará un desarrollo cultural y material equilibrado y unTnínimo de independencia si no entendemos qua el progreso se basa esencialmente en el conocimiento». Y los administradores del Estado cometen una clamorosa equivocación al creer que al recortar los fondos para la investigación o la educación están disminuyendo los gastos corrientes, ya que estas asignaciones son gastos de inversión en capital humano, que es el activo principal de una sociedad avanzada, y no variantes de esas partidas que nuestros gobernantes suelen emplear, con tanta prodigalidad y despilfarro, en pagar a sus equipos de asesores o en sufragar sus crecidos gastos de representación, pompa y esplendor.

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