Tribuna:SPLEEN DE MADRID

Franco

Se equivocó Vizcaíno, se equivocaba, porque Franco no iba a resucitar al tercer año, porque Franco no ha muerto nunca, jamás ha existido, es el dictador que nunca existió, sino una constante en la inconstante Historia de España, el que siempre vuelve, lo que siempre vuelve, lo que nunca muere, Sautier Casaseca y padre de Hamlet al mismo tiempo, espanto hertziano y aquella cosa que dice Ortega en La redención de las provincias:

-En cada aldeón español encontraréis aún un señor que cree que Fernando VII sigue gobernándonos.

Y Fernando VII, un Fern...

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Se equivocó Vizcaíno, se equivocaba, porque Franco no iba a resucitar al tercer año, porque Franco no ha muerto nunca, jamás ha existido, es el dictador que nunca existió, sino una constante en la inconstante Historia de España, el que siempre vuelve, lo que siempre vuelve, lo que nunca muere, Sautier Casaseca y padre de Hamlet al mismo tiempo, espanto hertziano y aquella cosa que dice Ortega en La redención de las provincias:

-En cada aldeón español encontraréis aún un señor que cree que Fernando VII sigue gobernándonos.

Y Fernando VII, un Fernando VIl soluble en dictadores, arbitristas de derechas y señores de horca y caudillo, sigue gobernándonos, don José, ya ve usted, por encima o por debajo de quien nos gobierne en cada momento, porque me refiero ahora al Espíritu hegeliano que planea sobre la Historia, sólo que, en el caso de España, el Espíritu no es un espíritu santo ni filosófico, sino un grajo de torre caída de iglesia vendida (a los anticuarios). O sea, que Franco ha habido siempre. Lo decía también Ortega, hablando del Imperio Romano:

-Cierto profesor iniciaba así la Historia del Imperio: «El Imperio Romano comenzó por no existir».

Franco comienza por no existir en la Historia de España, o sea que ha existido siempre, y cierto teniente bizarro y general heroico que hubo una vez, según contaban nuestras madres, curtido de Áfricas y coronado de Plazas de Oriente, no ha sido sino la cristalización stendhaliana del franquismo esencial de España en un hombre a caballo. A rachas, a épocas, a siglos, a cuarentenas, la franquidad pura y abstracta toma presencia concreta y ecuestre, el verbo épico se hace carne heroica de cañón, y es cuando Carlos IV, Fernando VII, el padre Claret, Primo de Rivera, Narváez, llegan a creerse Franco. Incluso Francisco Franco Babamonde, frustrado en la marina y glorificado en el desierto, llegó una vez a creerse Franco. Por cuarenta años se lo creyó.

La otra tarde, entre dos luces, en Las Ventas, entre la luz inversa de la noche que venía y la luz adversa de la electricidad, el rojerío, unas 50.000 gentes, se molturaba en torno de la santísima trinidad Dolores/Carrillo/Berlinguer. Esa luz de bombilla sobre la plaza de toros, como cuando una mala corrida se prolonga demasiado, es lo más madrileño, solanesco y desbaratado de España, lo que ya fijó Goya inventando la luz eléctrica en su luz pictórica, y bajo esa luz, cuando Carrillo denunciaba burdamente a los que quieren «reformar la reforma», el girasol inmenso y nocturno de la plaza roja de Madrid tenía la emoción de una clandestinidad a cielo abierto, de una vuelta inversa a la clandestinidad por la popularidad pues la vuelta de Franco, que nunca se ha ido, ensombrecía ya la sombra pálida del día siguiente, como ensombrece la tipografía de este periódico y de otros, el champán reciente e insolente que, en los versos de Lorca, se habría disfrazado de noviembre, porque lo que viene ahora no puede ser el verano, a mí que no me digan. Como ensombrece, la vuelta de quien nunca se ha ido, las más sombrías acuñaciones españolas que van/vienen por el arandel del arancel suizo, como ensombrece Cuenta con un ala de inexistente crimen, como ensombrece Madrid con una membrana de penumbra que apenas empapa la sangre derramada de los más derramados madrileños. Como ensombrece, con un papel timbrado de perfil, mi corazón en forma de tintero. De la sonrisa colegial de mi director al girasol rojo de Las Ventas, donde cada hombre era un automártir, un Van Gogh que se cortaba la oreja -miles y miles de orejas cortadas- para ofrecerla luego como flor en el puño, desde la conjura internacional masónica que nimba favorablemente a mi director hasta el búnker de silencio que va siendo la Moncloa, es Franco quien se pasea, quien vuelve sin haberse ido, quien persiste sin haber existido jamás. Una larga nada eficacísima que atraviesa la luz de percal de España, destituyendo multitudes, diluyendo delfines democráticos, tocando incluso, mortalmente, mi corazón de cumpleaños y papel timbrado.

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