Tribuna:

El Tribunal de Cuentas y los interventores de la Administración

El artículo 136 de la Constitución establece en su apartado 1 que «el Tribunal de Cuentas es el supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica del Estado, así como del sector público» y que «dependerá directamente de las Cortes Generales».La Constitución encomienda, pues, al Tribunal de Cuentas el control absoluto de la gestión económica del poder ejecutivo; en consecuencia, ya no podrá limitarse aquel órgano fiscal a desempeñar la raquítica función fiscafizadora que le atribuía el artículo 44 de la derogada ley Orgánica del Estado, de 1967, consistente en el mero «examen...

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El artículo 136 de la Constitución establece en su apartado 1 que «el Tribunal de Cuentas es el supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica del Estado, así como del sector público» y que «dependerá directamente de las Cortes Generales».La Constitución encomienda, pues, al Tribunal de Cuentas el control absoluto de la gestión económica del poder ejecutivo; en consecuencia, ya no podrá limitarse aquel órgano fiscal a desempeñar la raquítica función fiscafizadora que le atribuía el artículo 44 de la derogada ley Orgánica del Estado, de 1967, consistente en el mero «examen y comprobación de las cuentas expresivas de los hechos realizados en ejercicio de las leyes de presupuestos y de carácter fiscal»; en el futuro, su competencia deberá abarcar también, preceptivamente, todas aquellas funciones fiscalizadoras de la gestión económica del Estado y del sector público, que la legislación vigente asigna al interventor general de la Administración del Estado y a sus interventores-delegados, y que son, en esencia, las que configuran la auténtica actividad de control de los caudales públicos.

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Por tanto, el Tribunal de Cuentas deberá intervenir todos los actos de la Administración económica del Estado y de sus organismos autónomos que den lugar al reconocimiento de derechos y obligaciones de contenido económico, así como los ingresos y pagos que de ellos se deriven, y la recaudación, inversión o aplicación en general de los caudales públicos. Es decir, que deberá ejercer, desde la llamada intervención crítica o previa a la intervención formal de la ordenación del pago, la intervención material del pago y la intervención o comprobación material de las inversiones, subvenciones o ayudas. Asimismo podrá ejercer funciones de auditoría, control financiero y control de eficacia en los supuestos contemplados en la ley General Presupuestaria legalmente vigente.

Ahora bien, si las funciones que hasta ahora han ejercido los interventores de la Administración del Estado deben ser absorbidas necesariamente por el Tribunal de Cuentas, y éste carece, a su vez, de los medios personales precisos para asumir aquellas nuevas competencias, es lógico presumir que las Cortes Generales, al regular la composición de dicho Tribunal, dispondrán la inserción en el mismo de tales interventores; la asunción de un personal distinto al expresado constituiría un grave contrasentido y un injustificable despilfarro.

Parece incuestionable que sin la adscripción de los citados interventores al Tribunal de Cuentas, este organismo tendrá que seguir constrifiéndose al examen puramente aritmético y documental de las cuentas que deban rendirle, pero la mera adecuación formal de las cuentas al respectivo presupuesto y a la legislación aplicable en cada caso, en modo alguno garantiza que no hayan existido posibles malversaciones o desfalcos.

Sin una intervención directa y permanente de los ingresos e inversiones públicas será puramente casual que el Tribunal de Cuentas tenga conocimiento de algún posible caso de corrupción, y aun en tal supuesto, ya no podrán evitarse los daños irreparables.

Con estas consideraciones no se pretende, en modo alguno, poner en tela de juicio la labor que hasta la fecha han desempeñado los interventores de la Administración pública; pero es natural que consideremos aberrante la fiscalización de la gestión económica del poder ejecutivo, por unos funcionarios dependientes jerárquicamente del ministro de Hacienda o del de Defensa, con todo lo que esta dependencia comporta en materia de premios, permisos, aplicación de las normas disciplinarias y, de alguna forma, hasta los destinos y remuneraciones.

La plena independencia entre interventor e intervenido es un principio de sana administración incontrovertible, y que cuando aquélla no existe, la función interventora puede estar seriamente mediatizada.

Hay que acabar de una vez por todas con esa nefasta y paradójica situación de una Administración que se interviene a sí misma a través de sus propios funcionarios. Son las Cortes Generales las que como representantes del pueblo español, único y legítimo propietario de los caudales públicos, tienen la potestad y el deber de fiscalizar el poder ejecutivo que administra esos caudales. Por consiguiente, los funcionarios públicos que ejerzan ese control, necesariamente tendrán que depender del Tribunal de Cuentas, como órgano al que las Cortes le delegan su potestad fiscalizadora.

Parece evidente que si los interventores que efectuaron la auditoría en RTVE hubieran dependido ya de un Tribunal de Cuentas reestructurado habría sido el Parlamento -y no el Gobierno- el destinatario final del informe rendido por aquellos funcionarios, y como consecuencia nuestros parlamentarios hubieran tenido la posibilidad de exigir puntualmente las responsabilidades políticas y jurídicas que puedan derivarse de las infracciones legales descritas en dicho informe.

Produce cierto rubor constatar que ya a principios de siglo no pocos diputados defendían ardorosamente aquellos postulados. Así, el señor Bergamín decía a las Cortes, el 17 de febrero de 1902: «... no se remedia el mal en ninguno de los organismos ministeriales sino creando un cuerpo de intervención independiente, que no tenga que ver con ninguno de los señores ministros, que dependa directamente del Tribunal de Cuentas del Reino o del Parlamento y que sea el que realice esas funciones de investigación, inspectoras y fiscalizadoras en todos los departamentos ministeriales.» Y haciéndose eco de las mismas deficiencias, el real decreto de 19 de junio de 1924 creó el Tribunal Supremo de la Hacienda Pública, como único órgano fiscal competente para el control de la administración económica del Estado, y dispuso que el personal de la Intervención General de la Administración del Estado y la Intervención Civil de Guerra y Marina, que vinieran ejerciendo funciones fiscales o interventoras, pasaran a depender de dicho Tribunal. Tal medida fue adoptada, según se decía en la exposición de motivos, por considerar que la dependencia inmediata que del fiscalizado tenía el fiscalizador era una «situación que, restando imparcialidad al juicio y libertad a su emisión, esterilizaba el propósito, cuando no lo convertía en disimulador discreto».

Puesto que las Cortes Generales, en cumplimiento de las previsiones constitucionales, deben elaborar próximamente. una ley orgánica reguladora de la composición, organización y funciones del Tribunal de Cuentas, es de esperar que sabrán aprovechar esta oportunidad histórica, y dictarán una normativa que posibilite el control real -y no meramente teórico- de la administración económica del Estado y del sector público por aquel Tribunal. Nuestros parlamentarios no ignoran que los españoles hemos accedido al nuevo sistema democrático, arrastrando una honda y justificada desconfianza hacia la gestión económica de la Administración pública, y que los contribuyentes seguirán sin considerar como una exigencia ética el cumplimiento de sus obligaciones tributarias, mientras no se les evidencie que sus aportaciones al Tesoro están debidamente controladas por sus representantes y se invierten escrupulosamente en las atenciones previstas en los respectivos presupuestos.

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