Crítica:MUSICA

Concierto de Iggy Pop en Barcelona

El pasado jueves actuó en Barcelona (Badalona, más bien) uno de los grandes salvajes del rock: Iggy Pop. Iggy, que ahora tiene 32 años, se llama, en realidad, James Jewel Osterburg, y adquirió ese nombre a través de uno de sus primeros grupos, The Iguanas, unos protopunks típicos del mundo rocker de Detroit. Su salto a un reconocimiento (que no gran éxito) público llegó a través de Stooges, junto a MC5 uno de los grupos más brutales que haya dado nunca Norteamérica.Tras muchas dificultades y unos pocos discos, los Stolages se disuelven e Iggy pasa por una racha algo pe...

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El pasado jueves actuó en Barcelona (Badalona, más bien) uno de los grandes salvajes del rock: Iggy Pop. Iggy, que ahora tiene 32 años, se llama, en realidad, James Jewel Osterburg, y adquirió ese nombre a través de uno de sus primeros grupos, The Iguanas, unos protopunks típicos del mundo rocker de Detroit. Su salto a un reconocimiento (que no gran éxito) público llegó a través de Stooges, junto a MC5 uno de los grupos más brutales que haya dado nunca Norteamérica.Tras muchas dificultades y unos pocos discos, los Stolages se disuelven e Iggy pasa por una racha algo peor que mala, escándalos y curas de desintoxicación incluida. Sin embargo, hace un par de años vuelve y cae en plena explosión de un punk que nunca llegó a los extremos de energía y animalidad de este hombre.

Camino del concierto se presentaban inconvenientes como un tapón de tamaño natural, que impidió, a algunos, el poder ver y escuchar a Human League, un grupo de Sheffield cuya música se encuentra a caballo entre la electrónica automática de Kraftwerk, la discotequera del Munich Sound o la siniestra de Suicide. El espectáculo de Human League cuenta, además, con la caracterización de sus tres músicos y el trabajo de su técnico visual, Adrián Martín: una colección de diapositivas y películas que ambientan el viaje algo lúgubre de esta gente.

Pero en realidad, ya podían estar muy bien los humanos que nadie hubiera podido resistir el espectáculo que a continuación ofreció la Iguana. Comienza el grupo sólo con una extraña introducción que podía ser un Ennio Morricone (La muerte tenía un precio, y demás) pasado por electricidad. Y en esto sale Iggy contorsionándose de entrada como un epiléptico que tratara de hacer culturismo físico. Escupe las palabras, aúlla, grita, se cae al suelo y se levanta como un resorte y sigue cantando «¡Estoy aburrido! ¡Estoy aburrido!», mientras el grupo crea un ambiente opresivo, puro ruido abrumador a la velocidad de una máquina enloquecida. A todo esto, el público, que ha entrado muy pacíficamente, no sabe qué hacer. Unos permanecen clavados sobre sus asientos o sobre sus pies, otros intentan seguir la marcha de este hombre, pero ocurre que ese hombre tiene más marcha que todos juntos. Es agotador, aunque no te muevas, y todos los ojos fijos en el torso perfecto, eléctrico, de Iggy, que sigue moviéndose o parándose en posturas inverosímiles. Es, para decirlo rápido, como si una gárgola gótica hubiera bajado del tejado de una catedral para ofrecer un concierto de rock and roll. Así es Iggy: una cara distorsionada, un cuerpo pétreo e imposible: una alucinación. Es posible que otros canten mejor, que incluso hagan mejor música, pero nadie llega a desarrollar la energía de un tipo que eclipsa a todo el mundo. No hay nadie, sólo el, ni siquiera Jagger.

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