Editorial:

Revolución en América Central

LA BRUSCA declaración del presidente de México, López Portillo, rompiendo relaciones con la Nicaragua de Somoza (por «el horrendo genocidio que se está cometiendo contra el pueblo nicaragüense») subraya la condición dramática de toda la América Central, donde por lo menos tres países -Nicaragua, Guatemala y El Salvador- ofrecen una pugna sangrienta, una situación límite, entre regímenes tiránicos y pueblos en armas. Unos días antes, desde el mismo México, Fidel Castro había resultado más moderado al recordar que, según le había enseñado su propia experiencia, los pueblos que luchan por su inde...

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LA BRUSCA declaración del presidente de México, López Portillo, rompiendo relaciones con la Nicaragua de Somoza (por «el horrendo genocidio que se está cometiendo contra el pueblo nicaragüense») subraya la condición dramática de toda la América Central, donde por lo menos tres países -Nicaragua, Guatemala y El Salvador- ofrecen una pugna sangrienta, una situación límite, entre regímenes tiránicos y pueblos en armas. Unos días antes, desde el mismo México, Fidel Castro había resultado más moderado al recordar que, según le había enseñado su propia experiencia, los pueblos que luchan por su independencia «deben ayudarse por sí mismos»: doctrina que no aplica enteramente en Africa, pero que ha ido realizando en América. Entre otras razones, porque la política cubana tiende ahora a la desaparición del bloqueo económico impuesto por Estados Unidos -y el viaje a México es un buen paso en ese sentido- y porque ha sufrido muchas decepciones -a partir de la muerte romántica del comandante Ernesto Guevara- en la ayuda a grupos sin esperanza. También porque bastaría la sombra de una ayuda cubana, o soviética, para invertir la marcha de un cierto motor que en Washington va ahora en el sentido de apoyar cambios de régimen en el continente: sustitución de dictaduras por democracias controladas y no enemigas de Estados Unidos. Los regímenes que ahora condena, como el de Nicaragua o El Salvador, han estado sostenidos antes por Estados Unidos. Si en algunos países el tránsito a formas democráticas ha podido hacerse con algunas dificultades pero de una manera positiva, en otros los tiranos y sus secuaces consideran que el abandono del poder es una cuestión de vida o muerte. Se aferran al ejemplo de Irán -y la brutalidad revolucionaria del ayatollah Jomeini ha causado con ello un daño considerable a los movimientos de liberación de otros pueblos- para mantener en las clases hasta ahora dominantes un espíritu de defensa propia y de negativa ante cualquier pacto; y lo presentan también ante Washington, que, por otra parte, y con la política de Carter, no deja tampoco de pensar en Irán, pero de otra manera: el apoyo a ultranza al sha significó la pérdida de sus posiciones.Lo que representa ahora el Frente Sandinista en Nicaragua o el Bloque Popular Revolucionario en El Salvador no es el comunismo ni el castrismo, como tratan de demostrar los Somoza o el rudo general-presidente salvadoreño, sino una unión muy amplia de fuerzas opuestas al régimen, entre las que figuran gran parte de la Iglesia, asociaciones universitarias, partidos democráticos y sindicatos. Lo que proponen, y ha sido aceptado y considerado ya en países como Costa Rica o Venezuela, a los que se suma ahora México, es el establecimiento de una democracia formal, con relaciones amistosas hacia Estados Unidos, sin ánimo nacionalizante. Lo cual no implica que la radicalización de la lucha, convertida realmente en genocidio, como denuncia ahora México (y como denunció desde las páginas de EL PAÍS el obispo de San Salvador), pueda llegar a producir, en principio, una situación revolucionaria más aguda, aunque también más utópica. Si en Irán hubo un tiempo en que una retirada del sha y un gobierno demócrata como el que, demasiado tarde, ofreció Bajtiar, hubiera podido dar un curso distinto a la salida revolucionaria, en los países de Centroamérica ese tiempo no ha pasado todavía, y un cambio inmediato de régimen ofrecería unas perspectivas que va cerrando cada vez más la forma brutal de resistencia de las dictaduras. A condición de que el nuevo régimen, dando salidas políticas de carácter democrático y con una revisión total del reparto de la riqueza -y de la pobreza-, modificara unas condiciones de vida infrahumanas de las que es víctima la mayoría de la población. Que es el verdadero móvil -ni el castrismo ni el comunismo lo son, más que como telones de fondo- de unas revoluciones en las que las gentes no juegan su vida por ideologías, agentes extranjeros o maniobras sórdidas, sino por el simple derecho a comer todos los días y a vivir con alguna dignidad.

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