Tribuna:

Aquel día de la Constitución

Después de quince meses de azaroso trayecto, el texto constitucional ha sido sancionado por el rey Juan Carlos en el Palacio del Congreso, dentro de una solemnidad muy bien acordonada por la policía. En la mañana lluviosa de ayer, 27 de diciembre de 1978 convertida ya en una fecha de bachillerato las fuerzas de seguridad crearon en los aledaños de la carrera de San Jerónimo una realidad vigilada, un espacio por donde la simbología política pudo moverse libremente son sus sellos, lacres, palabras sagradas y rúbricas con pluma de oro Cristian Dior, todo en un ambiente de vestíbulo de la ópera. L...

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Después de quince meses de azaroso trayecto, el texto constitucional ha sido sancionado por el rey Juan Carlos en el Palacio del Congreso, dentro de una solemnidad muy bien acordonada por la policía. En la mañana lluviosa de ayer, 27 de diciembre de 1978 convertida ya en una fecha de bachillerato las fuerzas de seguridad crearon en los aledaños de la carrera de San Jerónimo una realidad vigilada, un espacio por donde la simbología política pudo moverse libremente son sus sellos, lacres, palabras sagradas y rúbricas con pluma de oro Cristian Dior, todo en un ambiente de vestíbulo de la ópera. La Constitución había regresado al palacio un poco malherida por el referéndum. Después de permanecer expuesta durante un mes en la cuerda del tendedero público, lo que constituye una aberración política, el texto ha vuelto a manos de sus íntimos, que en el acto final lo han rodeado de una liturgia: de gestos solemnes queconvierten la forma en sustancia.La Constitución de 1978 ha alcanzado su clima dentro de la mórbida literatura jurídica del discurso del presidente de las Cortes que ha abierto la sesión. Después de atravesar de puntillas todo el territorio constituyente cortando rosas sutilmente en la zona de nadie, como un jardinero de Ronsard, llegó ayer a la tribuna el señor Hernández Gil y, con una oración medida, perfumada por una educación exquisita, sancionó la Monarquía, glosó la belleza jurídica de la democracia y, con una sonoridad perfecta, engarzó los anhelos del pueblo con la doctrina poilítica.

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El acto de ayer tuvo una solemnidad breve y discreta, sin abuso de maceros, ni frases redondas. Aquí se está cogiendo ya el tranquillo a la elegancia inadvertida de marbete europeo, mas, a pesar de todo, el hemiciclo ofrecía destellos de bautizo con los palcos abarrotados de judíos, moros y cristianos, un fru fru de cardenales, altos mandos militares, medallas, uniformes, visones dentro de ese perfumé a espliego y a paño de calidad que irradian las ilustres personalidades, las damas elegantes con el vestido lleno de campánulas y los distinguidos caballeros invitados, amigos y enemigos de la Constitución, todos aplaudiendo con suave encanto cuando el texto ha sido finalmente rubricado por el Monarca. Abajo, los senadores y diputados vestían el traje gris marengo de los domingos, los verdaderos padres de la criatura con corbata plateada.

El discurso de don Juan Carlos no ha tenido la más mínima ambigüedad, ese género epiceno obligado en estos casos. El se ha puesto claramente al frente de esta empresa democrática y se ha declarado formalmente el primer comprometido en que la soberanía haya vuelto al pueblo. En el discurso real no ha habido un solo matiz oscuro, una finta rara ni una frase de doble sentido. Por ese lado, los exégetas no van a tener trabajo.

Un largo camino de quince meses, lleno de cuatreros y salteadores, donde ha habido sangre, miedo, dudas y presiones, ha terminado ayer con la sanción real de la Constitución de 1978 en el Palacio del Congreso. Como remate final, una representación de los tres Ejércitos y de fuerzas de orden público desfiló al pie de la escalinata, como un símbolo de adhesión, que ha sido montado como una bella operación de magia. La Constitución de 1978 no será promulgada en el Boletín Oficial del Estado hasta mañana, para que hoy, día 28 de diciembre, nadie pueda confundirla con una inocentada. Que así están las cosas.

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