Crítica:

Isabel Villar

¿Cómo no acordarse de aquella figura de mujer, hierática, desnuda, yacente en medio de la selva, que preside El sueño, último cuadro, precisamente, de Henri Rousseau? ¿Y de aquel animal (¿tigre?) que a su lado, semioculto en la maleza, mira con ojillos fascinados al espectador? ¿Y de aquellos característicos e inconfudibles retratos de grupo: La calesa del tío Juniet, La boda, El poeta y su musa... ? ¿Y de las vegetaciones -primero jardines, después, selvas- que conformaban el marco inquietante y misterioso de las «puestas en escena» del genial aduanero?Las afinidades salt...

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¿Cómo no acordarse de aquella figura de mujer, hierática, desnuda, yacente en medio de la selva, que preside El sueño, último cuadro, precisamente, de Henri Rousseau? ¿Y de aquel animal (¿tigre?) que a su lado, semioculto en la maleza, mira con ojillos fascinados al espectador? ¿Y de aquellos característicos e inconfudibles retratos de grupo: La calesa del tío Juniet, La boda, El poeta y su musa... ? ¿Y de las vegetaciones -primero jardines, después, selvas- que conformaban el marco inquietante y misterioso de las «puestas en escena» del genial aduanero?Las afinidades saltan a la vista. Entre ellas, no olvidemos que ni Rousseau en su época, ni Isabel Villar ahora, son pintores naïf. Evidentes, también, las diferencias. Pero dejemos que sea Fernando Savater, que acaba de publicar un libro sobre la pintora, quien nos ilustre sobre ellas.

Isabel Villar

Galería Rayuela. Claudio Coello, 19. Madrid

El hieratismo tan característico de los personajes roussoniano, tan ingenuo en su apariencia como perverso y malicioso en su intención (baste para comprobarlo una rápida ojeada a sus desconcertantes miradas, a sus bocas grandes, rojas, rasgadas como heridas) se convierte en el caso de Isabel Villar, según Savater, en «un hieratismo docente de láminas de la enciclopedia». Y aunque el filósofo se refiera tan sólo a los animales que pueblan estos cuadros, a los que acertadamente describe como «tocados por el dedo pálido de la resignación», mucho me temo que tanto ese espíritu docente como ese pálido dedo afecten igualmente a las figuras y personajes humanos de estas pinturas.

En seguida llama la atención, como bien señala Savater, «lo compuesto de estos cuadros vivos». Igual ocurre en las obras del aduanero. La figura siempre posa, de una forma u otra, aunque represente una escena. Pero en el caso de Isabel Villar, como acertadamente reconoce Savater, la representación «a lo que más se parece es el estudio de un fotógrafo de bodas, comuniones y bautizos». Y aunque el filósofo se refiera tan sólo a aquellos cuadros que engloba en el «reino del padre», mucho me temo que ese aire o tufillo es reconocible también en los englobados dentro del «reino o jardín de la madre». Tan sólo faltaría añadir sobre la placa del fotógrafo: «Y paisajes.»

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