Crítica:

Concha Jerez

No querer decir nada es una cosa. Querer decir la nada es otra, y bien distinta. Lo segundo ha podido tentar, hasta el suicidio, a los mejores. Lo primero, en cambio, constituye la triste e involuntaria suerte del 90% de lo que aspira a ser arte, y a veces arte clamoroso. Salvo las contadas ocasiones en que la superficialidad logra convertirse en categoría consciente («estoy tan vacío -espeta Warhol- que no puedo pensar en nada que decir»), no es un silencio denso el que puebla los lugares destinados hoy a la contemplación.Una propuesta sobre la significación del estilo. Titular así...

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No querer decir nada es una cosa. Querer decir la nada es otra, y bien distinta. Lo segundo ha podido tentar, hasta el suicidio, a los mejores. Lo primero, en cambio, constituye la triste e involuntaria suerte del 90% de lo que aspira a ser arte, y a veces arte clamoroso. Salvo las contadas ocasiones en que la superficialidad logra convertirse en categoría consciente («estoy tan vacío -espeta Warhol- que no puedo pensar en nada que decir»), no es un silencio denso el que puebla los lugares destinados hoy a la contemplación.Una propuesta sobre la significación del estilo. Titular así una muestra, prolongaría así de discursivamente, entraña de entrada un riesgo. Propuesta remite a los tiempos en que documento y acción, o sus equivalentes catalanes, eran salvoconductos infalibles. Escurridizas palabras, por su parte, esas otras de signficación y estilo. ¿Se nos invita acaso a la lectura, o a algún curso para, como se dice, leer la imagen? Parece que no. La tesis explícita («el artista puede utilizar estilos distintos en un mismo momento histórico») se ilustra con una serie de piezas que tienen todas por base el recubrir de grafismos, hasta hacerlas ilegibles, las páginas de crítica artística de los diarios madrileños.

Galería Ovidio

Covarrubias, 28

Criticar, dit-elle. Pero lo menos que se le puede pedir a una crítica de la crítica es brillantez. Si no diamantina y marxiana brillantez, sí al menos la mínima chispa que evidencie que para tal viaje hacían falta alforjas. Concha Jerez parece aficionada a los grandes temas (su muestra anterior se titulaba La autocensura, trabajo conceptual) y hace gala de una cierta valentía, valentía que tampoco se le puede negar a Ovidio, una galería distinta al simple almacén de compra-venta. Mas, desgraciadamente, tiene también Concha Jerez una especial habilidad para ofrecer siempre algo distinto a lo que anuncia.

Adornadas con precisiones conceptistas, las piezas no propician la anunciada reflexión sobre el estilo. Se quedan en lo que son: bastidores, lonas militares, libros, paque tes de diarios, caza-ratones, papel cebolla, críticas tachadas. Lo grave no es el formalismo de manual con que se procede al explicarnos que la variante caza-ratón ofrece tal o cual particularidad, respecto a la variante papel cebolla. Lo grave ni siquiera es que no se diga nada. Lo único grave tal vez sea la pretendida gravedad con que se quiere decir algo. La búsqueda del rigor conceptual, la negación de la institución, la tachadura simbólica... Concha Jerez ha creído que todo eso podía articularse como propuesta y, en segundo término, como exposición. Nosotros, aún reconociendo las buenas olas malas intenciones, no estamos tan seguros ni de lo uno ni de lo otro.

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