Crítica:DANZA EN LA ZARZUELA

Nureyev y sus amigos

No sólo hemos visto a Nureyev, en su mejor forma, sino que ha venido rodeado de un excelente grupo de estrellas procedentes de diversas formaciones estables. Así, el espectáculo de La Zarzuela ha cobrado rango de primer orden a través de un programa tan original como interesante.En todos y cada uno de los títulos ofrecidos bailó Nureyev y lo hizo con esa su maestría técnico expresiva, con su seguridad y serenidad de movimientos, con su dominio corporal entero gracias al cual no sabemos qué admirar más, si los pasos o el ritmo armonioso de la danza y domina por igual el repertorio...

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No sólo hemos visto a Nureyev, en su mejor forma, sino que ha venido rodeado de un excelente grupo de estrellas procedentes de diversas formaciones estables. Así, el espectáculo de La Zarzuela ha cobrado rango de primer orden a través de un programa tan original como interesante.En todos y cada uno de los títulos ofrecidos bailó Nureyev y lo hizo con esa su maestría técnico expresiva, con su seguridad y serenidad de movimientos, con su dominio corporal entero gracias al cual no sabemos qué admirar más, si los pasos o el ritmo armonioso de la danza y domina por igual el repertorio moderno (Glen Tetley, Bejart, Taylor) o el tradicional (Petipa). El «paso a dos» de El Corsario, sobre la música de Drigo, nos mostró al Nureyev clásico y virtuosista, acompañado de Manola Asensio (London Festival), todo un descubrimiento.

Si, como dice Bejart, « la danza es música visual», Nureyev consiguió con exactitud tal resultado en una coreografía del director del Ballet del Siglo XX: Canción del compañero errante, sobre el ciclo liederístico de Mahler. Data de 1971 y en ella Bejart enfrenta al protagonista con una suerte de doble que puede ser tanto su conciencia como su destino. Ante todo domina un dato expresivo que me parece radical en la misma obra de Mahler: la soledad o, por decirlo en pedante, la soledad ensimismada más evidente por la presencia del «otro». Nureyev, en esta creación tan fuertemente expresiva logró otra cota, nos enseñó otra cara de su prismática personalidad. El «otro» fue el excelente Jean Guizerix (Ópera de París), tan firme de técnica como contrastante de matices.

En Aureole, sobre Haendel, Paul Taylor ha trazado una coreografía que me recordó al estilo Balanchine. La danza no sólo es música visual, sino que sigue las estructuras internas de la partitura. El excepcional conjunto de Nureyev y sus amigos lució aquí su calidad individual y su capacidad de acoplamiento. Con el bailarín ruso actuaron Jane Kominski (Kominski Ballet), Ghislane Mathiot, Wilfrede Piollet, y Charles Jude, todos ellos de la Opera parisiense.

En fin, una última dimensión la tuvimos en la coreografía de Glen Tefley sobre Pierrot Lunaire, de Schoenberg. Difícil cometido el de seguir no sólo la música del maestro vienés, sino la significación de los textos, estupendamente interpretados por Mary Thomas y el Pierrot, Ensamble, dirigidos, como la Orquesta del Teatro de La Zarzuela en los demás casos (salvo en Mahler, que se escuchó a través de grabación) por David Coleman. El Pierrot de Nureyev fue admirable, por intención, expresión, psicología e identificación poético-musical.

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